EL éxito de audiencia de MasterChef habla bien claro sobre lo fácil que es para muchos productores hacer televisión. En este caso el guión no ha podido ser más sencillo, algo que no es necesariamente negativo. La diversidad de concursantes ha hecho que los espectadores encontráramos uno o varios en los que identificarnos y hacerlos nuestros. Ese es el secreto de los concursos: ponerse en la piel del concursante y pensar que es uno mismo. Es cierto que Masterchef ha encontrado el filón de la gastronomía y que no se ha complicado la vida. Pero también es cierto que los éxitos hay que fabricarlos como los buenos platos. Quizás puedas hacer algo con algunas especias por el sabor y mejorar la textura a fuerza de añadirle un poco de harina o aguacate pero lo cierto es que el plato ya estaba inventado. Se llama concurso y da igual el tema. Unos ganan y otros se van a casa: cocineros, solteros o casados y residentes en Otxandio o Zubielqui. Todo se estructura en función de alcanzar una final soñada que será el no va más de quien la conquiste. Ayer fue Juan Manuel quien se hizo con este mérito a fuerza de exhibir su talento delante de las cámaras. Pero hay algo en este programa que rechina. Esa sumisión de los concursantes ante el jurado de presentadores. Desconozco cómo es el mundo de las cocinas. Si Arzak, Adriá y compañía tienen tanto de creadores gastronómicos como de sargentos chusqueros. Viendo MasterChef a uno le entran las dudas. Dudas razonables como los premios que entregaron a los ganadores. Después del exitazo a Juan Manuel le dieron 100.000 euros y al resto unos cursos de cocina en academias privadas. Bueno pues más madera en forma de publicidad, para ese tren a la deriva de que se llama TVE.
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