la voz de Futre en la final de la Copa del Rey fue simple ruido. Nunca se ha entendido a qué viene la voz de Michel comentando un partido de buen rollo cuando en el campo fue sinónimo de protagonismo y bronca. A Futre no se le entendió ni una de sus frases y Juan Carlos Rivero hizo de traductor de lo que el portugués balbuceaba. Bueno, algo quedó claro: el grito de gol de Futre cuando marcó el Atlético lo escuchó todo el mundo. Dio miedo, igual que la noticia de la ampliación de la licencia de central nuclear de Garoña que dieron los informativos. Cada vez que veo las torres resquebrajadas de Hommer Simpson de Sprinfield me acuerdo de ella. Tan cercana que uno no puede ni reírse a gusto de las perversas gracias de Matt Groening sobre lo cerca que estamos de una fusión del átomo o de que cualquier pirado tire un trozo de plutonio al Ebro. Vivimos en un lugar donde no se puede fiar de los gobernantes: que un cuarto de la población esté en paro no es un dato que anime a confiar en quienes nos dirigen. Vamos, que uno que vive en estas latitudes tiembla al oír el nombre de Garoña como nos ocurre a los espectadores viendo Homeland. Uno no está seguro de si el marine que vuelve a casa es un padre ejemplar o su pretensión es que vuele el mundo por los aires De la misma manera que tampoco terminamos de creer si la agente de la CIA que no se fía de él (magnífica Damian Lewis) es una incompetente drogadicta o un genio que antepone su trabajo aunque ponga en riesgo extremo su salud. Homeland acabó esta semana y con ella la mejor serie que hemos visto en la televisión en abierto en los últimos tiempos. El miércoles estrenan en Cuatro la segunda temporada. Dan miedo. A ver cómo nos inventamos otra vez la angustia que vivimos con la primera. A no ser que pensemos en Garoña o que el marine en realidad es Futre que vuelve cantando un gol.