LA muerte de Margaret Thatcher y Sara Montiel se ha cruzado en la columna. De mis tiempos de aprendiz de realizador conocí a un cámara que me aseguró que era cierta la manía de Sara Montiel de ponerle una media de seda al objetivo de la cámara que le haría los primeros planos. Un efecto que aprendiera de algún maestro de la luz en sus tiempos de Hollywood y por ahí. Lo que sí es cierto es que conseguía aplacar los fríos brillos del vídeo además de dar un trazo pictórico a su rostro. Sara Montiel es un personaje destacado en la memoria colectiva de pero que no tuvo talento televisivo. Como muestra su programa sobre la historia del cabaret en el que su lectura inmisericordemente los guiones quitaba cualquier interés que el espectador tuviera por el tema.
Margaret Thatcher fue la antítesis de las creencias de nuestra juventud. De la de algunos, al menos. En plena efervescencia juvenil nos tocó vivir en la misma época. A ella como primer ministro y al resto como espectadores de sus políticas conservadoras que lo mismo cerraban minas que mandaba sus tropas a echar a los argentinos de las Malvinas. La Dama de Hierro era lo opuesto a nuestros sueños y rebeliones. Y más si se la veía la permanente de su peinado al lado del remolino del presidente chivato Ronald Reagan. De la Thatcher dijo: "no me importa lo mucho que se hable de mis ministros siempre que hagan lo que yo les digo". La frase la podría suscribir Jorge Javier cuando ayer avisaba a los familiares de Belén Esteban que la chica necesita ayuda. La historia de la televisión está repleta de juguetes rotos. En la rulot diaria de Sálvame viajan unos cuántos cogidos con hilvanes; ministros de esta Caballero de Hielo que maneja con calculada precisión la puesta en escena donde se vive, a diario y en directo, la tragedia de sus propios colaboradores.