La biografía de Pablo Ibar es la historia de una agónica lucha contra la pena de muerte desde que fue acusado de tres asesinatos cometidos el 26 de junio de 1994 en Florida, de los que siempre se ha declarado inocente. Después de tres juicios, los dos primeros nulos, en el año 2016 la Corte Suprema de Florida anuló la pena de muerte que le fue impuesta en el año 2000 y ordenó un nuevo juicio con jurado que ayer dio a conocer su veredicto en Fort Lauderdale, la ciudad del sureste de Florida donde nació el 1 de abril de 1972. Ibar que, además de la estadounidense tiene la nacionalidad española desde 2001, lleva 25 de sus 46 años preso (16 de ellos en el corredor de la muerte), a pesar de “la ausencia de pruebas físicas” que le conecten con ese triple asesinato, según reza el propio fallo de la Corte Suprema de 2016. De semblante decidido, ha acudido cargado de carpetas y no ha parado de hacer anotaciones en todas las sesiones (22) de este último juicio, que arrancó el pasado 26 de noviembre. A lo largo de este último cuarto de siglo, en todos los tribunales, no se ha presentado ninguna prueba incriminatoria contra Ibar.
Tampoco contra su compañero de correrías Seth Peñalver. De hecho, este último fue declarado no culpable en el año 2012 del triple asesinato por el que ambos fueron condenados en el año 2000 a pena de muerte, aunque para entonces ya llevaban seis años entre rejas. Los vecinos de la vivienda donde el 27 de junio de 1994 fueron encontrados los cuerpos acribillados a balazos de Casimir Sucharski, de Sharon Anderson y de Marie Rogers dijeron a la Policía que Ibar y Peñalver “se parecían” a las personas que vieron salir del lugar de los hechos, pero no los pudieron identificar.
Tampoco hay huellas dactilares que les sitúen en el lugar del crimen. Y las ligeras trazas de ADN aparecidas en una camiseta coincidentes con el de Ibar (y atribuidas a una contaminación de ese objeto en algún momento de los largos juicios celebrados en estos últimos 25 años) están “muy por debajo de los estándares internacionalmente aceptados para ser relevantes”. Así lo refrendó el doctor Scott Bader en la sesión del pasado 11 de enero en el tribunal de Boward County, en Florida. Para más inri, cuando en 2010 el laboratorio Bode Cellmark recibió la camiseta “con la que el asesino (el supuesto Ibar) se cubrió el rostro”, la bolsa de papel donde iba custodiada no tenía el precinto de seguridad bien cerrado.
Mínima traza Lo dijo Huma Nasir, encargada de realizar las comparativas de ADN en la que se tomaron muestras de cinco partes de la citada camiseta, una de las evidencias del juicio. En cuatro no había rastro y, por tanto excluían a Ibar; la quinta contenía esa mínima traza. La experta también señaló que en la zona del pecho de esa camiseta, había otros restos de ADN que se correspondían con dos individuos de sexo masculino que no eran de Ibar “y probablemente de más personas”. Y la única muestra de saliva hallada también excluye al estadounidense de origen vasco, que siempre ha defendido su inocencia.
Desde el 25 de agosto de 1994, cuando fue detenido, su vida ha transcurrido en la cárcel, donde ha leído, revisado, analizado y rastreado con lupa las transcripciones de los juicios. También ha respondido a las numerosas cartas de apoyo que ha recibido a través de la Fundación Pablo Ibar, que opera desde Euskadi y realiza periódicas campañas de recolección de fondos para poder sufragar su defensa.
Las cárceles de los condados de Bradford, en el norte de Florida, y Broward, en el sur, han sido su hogar en todo este tiempo. La primera durante los 16 años que estuvo esperando a ser ejecutado. A esa prisión, a cinco horas por carretera desde el sur de Florida, llegaba cada sábado su novia y después esposa Tanya Quiñones, que lo ha acompañado sin descanso también en su vida como convicto. Ella sabe mejor que nadie que, en el momento de los asesinatos, Pablo no se encontraba en el lugar de los hechos. Estaba en su casa.
‘corredor de la muerte’ El año 2016 abrió una luz de esperanza para Ibar, cuando la Corte Suprema de Florida anuló la condena a la pena de muerte. Lejos del corredor de la muerte y más cerca de su familia en el sur de Florida, a lo largo de estos dos últimos años Ibar solo ha podido recibir visitas en la prisión, ubicada en Fort Lauderdale, a través de una pantalla de ordenador. Un vídeo en blanco y negro, borroso y de baja calidad lo envió a prisión en el año 2000 y todavía hoy, su vida pasa por delante de un monitor. De familia de deportistas, entre ellos su tío, el fallecido boxeador José Manuel Ibar Urtain, antes de que ocurrieran los asesinatos de 1994, el joven Pablo se estaba encaminando en la cesta punta, la disciplina deportiva de su padre, Cándido Ibar.
Cándido lo recuerda como un muchacho pacífico, de fe, que nunca tuvo armas y muy atlético, que ya había superado una dolencia en el estómago después de ser tratado en Donostia. Después de que Pablo recibiera un fuerte pelotazo en el rostro, mientras ambos vivían en Connecticut, Cándido Ibar, que estaba ya divorciado de la madre de su hijo, Cristina Casas (de origen cubano), decidió enviarle a Florida con ella, que entonces estaba enferma de un cáncer, del que murió años después, para que la acompañara. De nuevo en su natal Florida, Ibar celebró sus 22 años en el club nocturno Casey’s Nickelodeon de Hallandale Beach, cuyo dueño, Casimir Sucharski Jr., le ofreció una botella de champán para suavizar una pequeña discusión que había tenido antes con una de las camareras. Cerca de tres meses después, los asesinatos a tiros y por la espalda de Sucharski y de las modelos Sharon Anderson y Marie Rogers cambiaron el destino de Ibar tan solo ocho meses después de su regreso a Florida. Y sus aspiraciones de dedicarse a la pelota se esfumaron.