Unos rayos de sol se asomaban con miedo ante el horizonte de la ciudad, casi pidiendo permiso porque el nubarrón denso y grisáceo, tan denso como un cuarto kilo de plutonio y tan gris como una fotografía de archivo de la posguerra civil en blanco y negro, es sin lugar a dudas el dueño del cielo gasteizarra por referencia, por veteranía y por desgracia para las tiendas de artículos de piscina, camping y playa. La tarde avanzaba en búsqueda del crepúsculo vespertino y los viajeros subían y bajaban del autobús de manera mayormente ordenada persiguiendo, entre otras cosas, la llegada a sus domicilios tras una interminable jornada laboral.
A mi vera, en el primer asiento ante la mampara de protección en las escaleras de la puerta delantera, estaba acomodado un hombre de mediana edad (que no es lo mismo que decir “de la edad media”; como no es lo mismo atisbar el horizonte e indicar que “se avecina la tormenta”, que aclarar con sentimiento en la escalera del domicilio que “se atormenta la vecina”). El tipo entonaba los ojos con manifiesta dificultad para otear las aceras con claridad.
-¡Mire! -me dijo de golpe y porrazo dándome un considerable susto- ¿No es aquella la infanta y su marido? Porque el que va detrás parece un escolta?
Al centrarme en la pareja que señalaba solo vi a un chico alto y una mujer madura acompañándolo, probablemente su madre, y lo que se suponía el escolta era un cura de los de antes con sotana y tentetieso.
-Me temo que no -le repliqué escueto-.
Continuando el trayecto, al iniciar un recorrido alternativo motivado por una interminable manifestación de jubilados en pie de guerra por sus merecidas pensiones, el señor de antes apuntó en esta ocasión a una chica alta, rubia, esbelta y risueña que cruzaba el semáforo delante nuestro mientras estábamos detenidos ante el disco rojo.
-¡Pero si es Ane Igartiburu! -dijo convencido-.
-¡Que no hombre! -le aseguré-. Esa chica no tiene ningún parecido con la actriz y presentadora vasca.
-¿Y aquel, entonces, tampoco es el presidente Pedro Sánchez en visita oficial? -dijo señalando un maniquí trajeado del escaparate de Zara-.
-No, claro que no?
Al poco se puso emocionado e incluso le pidió un autógrafo a un viajero que ascendió al autobús en otra parada, cuando lo confundió por su parecido (bastante cuestionable) con el televisivo y siempre divertido cocinero Karlos Arguiñano.
-Pero bueno -me encaré hacia el usuario corto de vista aprovechando que aún no habíamos iniciado la marcha-. ¿Usted no anda demasiado fino de los ojos, no es cierto?
-Tiene razón, ya lo se. Debo de ir al oculista pero, ¿sabe? nunca veo el momento?