Existen algunos elementos del mobiliario urbano que de tanto verlos cada día en los mismos lugares de la ciudad nos pasan desapercibidos ante nuestra visión periférica, ignorándolos de manera inconsciente. Ocurre con ciertas papeleras, ajenas a nuestra percepción, por lo que arrojamos la basura al suelo sin mayor miramiento; sucede con algunos bancos, los que motiva que nos sentemos en lugares insospechados e incluso estrambóticos como una incómoda valla punzante o un fría piedra húmeda. Pasa también con los pasos de cebra (esas extrañas rayas pintadas en el suelo con el fin de guiar al sufrido viandante), por lo que cruzamos por donde nos da la real gana. Y acontece de igual manera con los pasos de bicicletas que? ¿de bicicletas? Tal vez no existan porque los ciclos, como todo el mundo sabe, circulan por donde les conviene indultados ante códigos y normas.

Hay también otros artefactos de dudosa procedencia en nuestra ciudad: los semáforos. Y digo dudosa porque no se tiene muy claro quien fue el inventor de las “señales de control del tráfico”. Las buenas lenguas sitúan a su creador, un ingeniero ferroviario que tuvo la vulgaridad de llamarse John Peake Knight, en Inglaterra allá por 1868, colocando un poste de brazos extendidos con dos lámparas de gas (una roja y otra verde) en una intersección londinense. Como el automatismo no era el summum del avance en esa época, se recurrió a la tracción animal y se colocó a un operario para manejarlo manualmente. Lamentablemente el artefacto duró un mes, explotando todo él y mandando a hacer gárgaras al empleado municipal. Tuvieron que llegar los yanquis y hacerlo autónomo unos cuarenta años después, para de ahí llegar hasta nuestros días con evidentes variaciones.

En Vitoria contamos con diferentes tipos de semáforos: los semáforos “espejismo” (que duran en verde un visto y no visto); los semáforos “procesión” (que consiguen hacer que los vehículos marchen como a cámara lenta entre parada y parada); semáforos “psicópatas” (que cambian al rojo y abren el tráfico contrario justo cuando comienzas a rebasarlos con un autobús articulado de 18 metros); semáforos “día de la marmota” (en los cuales los viajeros que han descendido en la parada anterior te adelantan andando una y otra vez?

-Sí, sí, todo eso está muy bien -me dijo un viajero según le soltaba la retahíla anterior-, pero le he preguntado cuándo llegaremos al centro, porque usted hablando y hablando se ha ido por otra calle pasándose el desvió.

-Me temo que no vamos a llegar nunca -le respondí-.

-¿Por qué?

-Porque como ha dicho con la charla: he tomado un giro inesperado?