Hoy, seguro que ustedes estarán leyendo esta columna de una manera un tanto intrascendente, ya que sus mentes estarán dilucidando pensamientos puestos en otras cosas más interesantes, sin duda, como el tiempo exacto de cocción de los langostinos; la situación de los comensales en la mesa con el fin de evitar disputas nocturnas llenas de alevosía y falta de respeto; la habitual caída de la dentadura de la abuela cuando come turrón del duro; o dando un paso más, la posibilidad de asesinar al cuñado o la cuñada, según corresponda y los años de cárcel que pueden caer si alegamos enajenación mental transitoria. Pues permítanme que voy a relatarles un suceso curioso que me ocurrió anteayer mismo, casi la víspera de Nochebuena, en la mismísima calle La Paz.

Resulta que, tras mantener una agradable charla con un viajero bien educado donde comentamos, entre otras cosas, las incidencias del tráfico absolutamente caótico en estas fechas tan entrañables y observábamos con cierto estupor la cantidad de regalos que pueden llegar a comprarse y transportarse simultáneamente entre los brazos, el citado pasajero descendió en la parada de la calle La Paz, junto a Dendaraba, donde cortésmente se despidió deseándome unos formidables días de buenaventura y prosperidad. Yo, tras devolverle los buenos deseos e intenciones, continué mi marcha hacia mi ultimo viaje rumbo a Zabalgana con el articulado verdiblanco, para después retirarme a cocheras desde el populoso barrio vitoriano.

Hasta ahí la cosa no resulta especial, pero heme yo que a la mañana siguiente, o sea ayer mismo, (ahora sí que víspera de la noche de paz, noche de amor), al realizar el cambio de turno y empezar por la mañana mi trabajo, me encuentro en la misma parada del crepúsculo anterior al mismo señor educado exactamente donde yo le había dejado. Y con la misma ropa. Y con la misma cara. Y con las mismas ganas de hablar.

-Pero... -titubeé- ¿no me diga que lleva ahí desde ayer a las diez y media?

-Sí señor -contestó educadísimo-. Es que la gente se iba marchando a casa y, al final, se respiraba un poco de tranquilidad. Tanta calma encontré que decidí quedarme aquí en esta noche de paz.

-La noche de paz es mañana, el día veinticuatro -le respondí conocedor de las efemérides del calendario-. No creo que sea muy normal lo que está usted haciendo.

-Verá -prosiguió-, a mí las fiestas en general me alteran mucho. Tengo diagnosticado un trastorno bipolar y tanto ajetreo, muchedumbre y confusión no me sientan nada bien.

-¡Caramba! -exclamé sorprendido-. ¿Y cómo lo lleva?

-Pues sinceramente odio ser bipolar. Es una sensación fantástica?