Hay un viaje a eso de las siete y media de la mañana, donde el mayor número de usuarios está compuesto por maestros y profesoras (personal docente en general) que se dirigen a sus quehaceres diarios a los variados colegios e ikastolas de nuestra ciudad. Ya de por sí, cuando los veo ascender al autobús alegres, saludando afables, charlando entre ellos con buena cara, me entran ganas de echarme a llorar de la emoción. Me embarga un sentimiento de agradecimiento como solo los que somos padres de varios niños sabemos expresar a los maestros, y quienes han superado con éxito unas hemorroides rebeldes de tamaño proceloso saben expresar a su proctólogo.
La devoción que consagro a estos expertos competentes de la enseñanza es tal, que la mera presencia de los mismos en mi autobús me llena de orgullo y de satisfacción. En serio, si existe un trabajo que entraña dificultad (no exenta de riesgos), el de profesional de la enseñanza: en el que cada día se lidia con veinticinco o treinta chicos y chicas de edades comprendidas entre los tres años (donde se dedican a explorar sus habilidades, principalmente a base de mordiscos hacia el resto) y los catorce o quince (donde la adolescencia les culmina a explorar sus debilidades a base de hormona y tentetieso); es sin duda el que se lleva la palma.
Entre todo el variopinto profesorado que va subiendo al bus, me llama siempre la atención un hombre de pequeña estatura, vestido con ropa aburrida y zapatillas deportivas que suelo trasladar con bastante frecuencia. Lleva casi todas las mañanas un pelo revuelto y encrespado indómito al peine, la barba perfectamente medida de dos días y unas gafas en pasta negra pasadas hace tiempo de moda. Pero lo que más me sobrecoge de este individuo es que siempre anda torcido, girado hacia un lado de una manera extraña, cuasi rocambolesca, presentando a los demás un lado de su cara solamente. Al principio pensé que tendría algún problema muscular o nervioso, pero una vecina suya que conozco me aclaró que cuando no está trabajando anda de manera normal.
Inquieto y curioso ante tal situación, un mañana en las que montó en mi línea y no había aún demasiados viajeros a bordo, me atreví a preguntarle:
-Perdone que le moleste. Ya se que es una pregunta rara, pero ¿cómo es que anda usted todo girado hacia un lado?
-Es por mi profesión -me respondió sereno-. Me dedico a dar clases de solfeo, música y audición en el colegio San Prudencio.
-Vale -exclamé confuso-, ¿y eso qué tiene que ver con que usted vaya todo torcido y de lado?
-¿No lo entiende? -concluyó haciendo un aspaviento como mirando al cielo-: Yo soy profesor de canto?