Tumbados sobre bobinas de papel, el techo del remolque a dos palmos de la cara, no tienen prisa por salir. Como si se resistieran a despertar de un sueño. “Aunque les estés viendo, se hacen los despistados hasta el último segundo”, comenta un teniente de la Guardia Civil. Finalmente se descuelgan, ayudados por una escalera. Sus cuerpos, menudos. Sus caras, de resignación, de otra vez será. Cabizbajos, con algún esbozo de sonrisa lastrada por el cansancio. A uno de los agentes que trabajan interceptándolos le basta un vistazo para determinar que “éstos son nuevos”. Se conoce sus rostros como la palma de su mano. Algunos, dice, “lo han intentado ya 15 o 16 veces”.
A estos cuatro albaneses se les escapó la posibilidad de embarcar ilegalmente en el ferry, rumbo a Reino Unido, pero al menos el pasado jueves, cuando fueron localizados en el Puerto de Bilbao, había refrescado. No como el día anterior, en el que los remolques se convirtieron en auténticos hornos con temperaturas de más de 50 grados. “Daban golpes para que los sacáramos porque estaban medio deshidratados. Entramos para ver si quedaba alguno más y salimos extenuados. Es insufrible”, señala este agente que, protegido con un casco y unas rodilleras, les sigue el rastro reptando por cualquier recoveco. Por si fuera poco, añade, “los de Pakistán y Afganistán estaban en Ramadán y rechazaban el agua. Les decíamos: ¿estáis locos metiéndoos ahí dentro con este calor?”. Locos no, desesperados. Y no son los únicos. La Guardia Civil ha interceptado en lo que va de año a 350, más que en todo 2016.
La desesperación lo explica casi todo. Que intenten sobornar a los agentes. Que se adosen al motor de un autobús. Que se incrusten en los bajos de un camión de tal manera que les cueste un cuarto de hora liberarse. Que se oculten debajo de palés con carga o dentro de un saco de productos químicos. “Olía muy fuerte y, entre eso y el calor, cuando entramos no podían ya respirar. Salían muy afectados”, relata este efectivo, que advierte que también corren riesgo de caerse y ser aplastados por las ruedas o por la propia carga si, una vez en el ferry, hubiera mala mar y se moviera. “Se ponen en peligro. Les va la vida en ello, porque donde se meten...”. La suerte, dice, es que no ha habido accidentes graves. A lo sumo algún esguince, como el que se ha hecho en el tobillo un polizón flaco y desaliñado al caer de un remolque. Una ambulancia de la Cruz Roja acude a asistirle y aprovecha para pedir que le quiten los puntos de una brecha que tiene en la cabeza. Otros, dicen los agentes, no quieren ir al médico así tengan la muñeca dislocada.
La desesperación explica incluso que unos padres se metan en un camión con su bebé de seis meses. O que una madre se oculte en un portapalés con una niña de 3 años y un niño de 7. “Es una especie de maletero chiquitito, muy estrecho, y ahí iban metidos los tres. Cuando lo ves... Mete a tus hijos ahí dentro. Yo ahora tengo un hijo y sí es duro, sí...”. Sus ojos se humedecen y no son los únicos. La pausa para respirar hondo es obligada. Es lo que tiene la empatía, que aun siendo un agente de la autoridad, los inmigrantes irregulares te acaban llamando “amigo” o que terminas pagando de tu bolsillo la comida para sus hijos. “Entiendes que quieran mejorar su vida. Tú haces tu trabajo y, como estás con ellos cuatro días a la semana, al final les llamas por el nombre: ¿dónde está el que falta? No hablamos el mismo idioma, nuestro inglés y el suyo no es muy fluido, pero te piden ir al baño, sabes quiénes son...”.
También al subteniente jefe de Servicios del Puerto de Bilbao, veterano curtido pero tierno como un bollo de mantequilla, se le anega la garganta cuando se le pregunta por lo que más le ha impactado. “Los niños”. Se hace el silencio. “Perdona. Cuando ves un niño te toca...”. No hay manera, así que pasamos a los mayores de edad. “Con algunos desarrollas cierta afinidad porque los ves a diario. Yo me pongo en su caso”.
El ferry no cargó la jornada anterior por la huelga de estibadores, así que el estacionamiento está repleto de remolques. A pesar de que “se ha intensificado la seguridad del perímetro”, de que hay patrullas volantes y un circuito cerrado de televisión con detección de movimiento, el teniente de la Guardia Civil del Puerto de Bilbao reconoce que es “imposible” evitar intrusiones. Y eso que a veces cuentan con el apoyo del Grupo de Acción Rápida, que les informa de los movimientos camuflado en la loma de la montaña.
El siguiente objetivo es ocultarse, ya sea dentro de un camión con la ayuda de algún cómplice que cierra el portón por fuera, o rajando la lona del techo. “Cortan lo imprescindible e intentan tapar lo roto desde dentro”, explica este mando. A estas alturas todos los toldos tienen parches, que se antojan apósitos sobre heridas abiertas. El operario que se afana en remendarlas repara en que el remolque sobre el que trabaja está habitado y da la voz de alarma. Desalojan a los cuatro albaneses. Uno de ellos muestra una solicitud de asilo en Francia. “Al no tener pasaporte y no estar registrados en la Policía, seguramente se los lleven a comisaría para hacerles un expediente de regulación, que puede terminar en expulsión. Si consiguieran regularizar su situación, podrían tener la nacionalidad albanesa y la española”, explica un teniente. La de estos jóvenes de futuro incierto es la primera interceptación de la mañana, que se salda con 15 inmigrantes localizados en apenas dos horas.
el dióxido de carbono Los agentes inician su rutinaria tarea. Doblan el espinazo para revisar los bajos de los remolques e introducen en la lona una varilla que mide el dióxido de carbono y detecta en segundos si alguien respira en su interior. A veces puede dar un falso positivo, como les pasó con un cargamento de cebollas, pero rara vez falla. Y eso que los polizones han probado de todo para intentar no ser detectados, desde máscaras de snorkel a rudimentarios respiraderos fabricados con bolsas de basura y botellas de plástico o pajitas para expulsar el aire al exterior. “Empezaron con el tubito, pero es imposible respirar ocho horas así”, afirma un guardia.
La máquina canta. Los agentes abren el remolque, trepan por unas torres de cajas con copas y avanzan gateando hacia el fondo. “Venga, vamos, come on”. Los inmigrantes, una vez más, se hacen los remolones. “Estos lo han intentado ya 15 o 16 veces. Son de Afganistán”, informa el agente. Bajan con la frustración impresa en la mirada y un par de mochilas. “Suelen llevar galletas, pan y agua. Algunos, el saco de dormir o la cazadora. Las necesidades las hacen en una botella”, detalla.
Sigue la ronda. Hay un remolque con la lona rota, pero solo hay unos palés en su interior. No es buen escondite, así que lo han desechado. “Puede llegar a estar rajada toda la fila”, apuntan. Al poco la varilla avisa de nuevo. El cargamento es en esta ocasión de sacos de material plástico. Hay tres polizones durmiendo. “Estos son nuevos. Dos albaneses y un kosovar”. Tardan algo en desperezarse. “Ya son ganas de tocar los cojones”, se le escapa a un hombre, ajeno a la Guardia Civil. El primer inmigrante baja con cara de pocos amigos y trata de escabullirse, pero enseguida desiste. “No oponen resistencia, no son violentos”, aclara un agente. “No les interesa delinquir porque se les expulsaría a su país, así que su comportamiento es ejemplar”, subraya un teniente.
El segundo polizón asoma frotándose los ojos, con una cadena de oro al cuello. “Normalmente llevan una cantidad cuantiosa de dinero porque están aquí incluso meses. Suponemos que lo reciben de las mafias que se dedican a la extorsión, prostitución o drogas y a las que les interesa que pasen para aumentar su negocio”, explica el teniente. Pese a brindar a los polizones un trato humanitario, nunca bajan la guardia. “Hay personas con antecedentes que podrían ser peligrosas. Algunas han verbalizado que pertenecían a militancias e incluso al Daesh”, advierte Elsa Expósito, portavoz de la Guardia Civil del País Vasco, quien recuerda que también “están los que solo buscan mejorar sus condiciones de vida”. El tercer inmigrante, con aspecto visiblemente desmejorado, abandona por fin el remolque.
Y vuelta a empezar, hasta que localizan, ocultos en sacos, a do albaneses, los mismos que el día anterior se escondieron en neumáticos de tractor. “Lo intentan ferry tras ferry”, dice un guardia civil. “No pierden nada, esta tarde o mañana volverán”, suscribe otro. En mayo lo intentaron 180 veces. El año pasado 600. “Si nosotros hubiésemos nacido en un país tercermundista, tal vez lo intentásemos”, confiesa el subteniente.
De 2 o 3 polizones a 385. En 2012 y 2013 fueron localizados 2 o 3 polizones en el Puerto de Bilbao, cifra que en 2014 ascendió a 343, todos albaneses, debido al incremento de seguridad en el Puerto de Santander y el aumento de ferries en Bilbao. En 2015 se redujeron por la mayor vigilancia y en 2016 ascendieron hasta 370 debido al cierre del campamento de Calais. Este año ya son 385 y, si se cuentan las reincidencias, se duplican.
Nacionalidades. Son albaneses, iraquíes, sirios, afganos, paquistaníes y algún iraní.
3 mujeres. La gran mayoría son hombres, aunque se ha localizado a tres mujeres este año.
20
La Policía británica ha localizado este año a poco más de 20 inmigrantes que se habían colado en el ferry y que fueron devueltos.