Es un ser especial, en el mejor sentido de la expresión. Creo que a Idoia le va perfectamente la expresión “ser una observadora comprometida”. Hay algo de vidas paralelas entre ella y yo. Nos hemos encontrado en muchos momentos, vivido con intensidad algunos acontecimientos, apreciado mutuamente y, curiosamente, hemos terminado uniendo nuestras vidas a dos súbditos de la Corona británica que nos han hecho la mar de felices. Con su libro sobre ELA Cuando Marx visitó Loyola, la historiadora se sitúa en su vertiente más académica. Aprecio su sinceridad y desparpajo, poco habitual en este país tan “correcto”, aunque yo diría más bien temeroso de llamar la atención.

Le pregunto por ese acontecimiento que marcó su vida.

-Cuando me sacaron de Chile y me trajeron aquí. Un aprendizaje de doble identidad. Importantísimo para mí. Tenía 16 años. Encontrar lo que me encontré no resultó estimulante, pues venía de la democracia. Pero me hago de inmediato al lugar en donde estoy.

Esto es algo que me encanta de ti: tu capacidad para adecuarte a las nuevas situaciones. A los sesenta y pico años por ejemplo, tras una separación, rehaces tu vida.

-A los 63 saco el carnet de conducir. Es que hay que rebotar, rebotar y rebotar. La piedra de toque fue la cincuentena. Conocía muchas leyendas negras sobre menopausias y miserias, gente que se hunde, sobre todo mujeres. Tropecé con un libro, Fear of fifty (Miedo a los 50), de Erica Jong, divertido, amenísimo, en el que Jong cuenta todo lo que hizo a partir de esa edad. “Es mi Biblia”, pensé, “esto es lo que voy a hacer”, aunque luego no fuera del todo así. Tenía varios desafíos: el tramo final de la Enciclopedia, la familia -que empezaba a decaer-, un hijo adolescente -que buscaba trabajo-, la pareja -en plena despedida-. Me iba quedando sola. Pensé: esto no puede ser. Regalaba ese libro a mis amigas.

Y les dijiste: hay que rebotar.

-Sí, hicimos grandes risas. Fue eso y el primer ordenador, conducir un coche, entrar en Internet, al que me enganché muy pronto.

Hablas como si de un plan estratégico se tratara.

-Sí, lo hice de forma premeditada, con alevosía, un reseteo. No hay que dejarse derrotar. En lo intelectual estaba en mi mejor época, y todavía de buen ver. A nadie le hago falta, pensé, pues muy bien, ahora me dedico a mí.

¿Cuánto duró ese proceso?

-La gente pregunta: ¿cuánto dura un duelo? Yo también lo hacía, aunque de un modo subrepticio, indirecto. Un profesional me respondió: “La media, unos dos años”. Y acertó. Salí del agujero, a los 58.

¿Hay fases en ese proceso?

-Primero intenté relacionarme con más gente, romper mi enclave. Tuve suerte. Tropecé con un grupo que practicaba una especie de terapia, en casa de cada cual, llevando cada uno sus víveres. Hacíamos lectura de poesía, teatro y risas. No se hablaba de política, cosa a lo que no estaba acostumbrada. Y no porque hubiera consigna alguna, sino porque no les interesaba, algo que jamás me había ocurrido con anterioridad.

¿Era compartir?

-Conocer a gente diferente. Porque yo siempre andaba con los “nuestros”.

¿Y cómo te das cuenta de que has salido del agujero?

-Porque tratas de volver a la entente amorosa. Había pasado dos años enfrascada en el trabajo. A todo el mundo le digo: de esto se sale, un clavo saca otro clavo. Cierto que me lo busqué. Cuento todo en mi libro de la chica de los 60.

¿Es cuestión, pues, de voluntad?

-Hay que sacar lo que llamo “energía negra contra el muro”.

Explica eso.

-Algo parecido a lo que se hace con los animales de tiro para obligarlos a que miren hacia adelante. Focalizar, no pensar en que no vas a tener fuerza, desconfiar de inercias, de la tradición y de tu experiencia pasada. El mundo es muy amplio, muy ancho y demasiado ajeno.

¿Es la mejor época de tu vida?

-No, pero sí una de las mejores.

Tenías, pues, un objetivo.

-Tenía varios, pero descubrí que vampirizaban la vida personal, y en ese momento pensé: voy a hacer también un hueco para ella.

¿Qué es la vida personal?

-Todo lo que tiene que ver con la identidad individual, con lo que te hace más libre. Cargaba una mochila de cosas de los demás. Había más sitio del que yo creía. Era consciente de la cantidad de material que iba acumulando en aquellos primeros ordenadores, de bibliografía, información. No puedo escribir más porque estoy a tope, pensé, pero publicaré más adelante.

Como historiadora ¿te llena la vida profesional?

-Tanto o más que la afectiva. No es una prerrogativa de los hombres. Ver que moldeas las tiesuras de los nuevos materiales. Sobre todo ahora, cuando estamos asistiendo a la apertura de archivos de posguerra. Por ejemplo, los de la ocupación alemana de Francia, que nos están demostrando que la resistencia a cualquier régimen dictatorial es siempre una minoría: somos seres humanos y tenemos miedo. O ver cómo las élites se pasan a los ocupantes, escritores escribiendo y cantantes cantando, sabiendo que desaparecían homosexuales, judíos, gitanos, militantes...

¿Con el tiempo tienes una opinión mejor o peor de la naturaleza humana?

-Puede que esa naturaleza sea la misma que hace medio millón de años pero las capacidades, sobre todo de destrucción, son mayores. Hay que llegar a una situación límite para saber cómo es esa naturaleza. Es difícil tocar su verdadero subsuelo, allí donde el neocórtex intuye la cultura. Creo que la literatura nos la da a conocer mejor a través de los tiempos.

Ante esa naturaleza humana, ¿qué es preciso recordar siempre?... ¿Qué es lo importante?

-Tengo mucho miedo a las rupturas de tregua como la yugoeslava. En Europa hemos vivido una tregua-gigante, dos-tres generaciones indemnes, algo que no se ha conocido nunca. ¿Hemos perdido el gen de la guerra o está ahí dispuesto a surgir a la menor oportunidad si se rompe Europa? Esto me obsesiona, me atemoriza a la par que me genera gran curiosidad. No entiendo al que no se da cuenta del momento que estamos viviendo; el que quiere informarse se informa. Sé lo que estamos dejando, no muy bien lo que viene.

¿Qué es lo que hay que tener siempre en cuenta, pase lo que pase?

-No dejarse gobernar por la ira, aunque no soy pacifista en el sentido beato de la palabra. Si me dan, doy. Lo tengo claro. Pero hay que calibrar lo que está pasando en el cerebro del otro. Vemos cómo se están aprovechando los temores y pasiones de los náufragos de la prosperidad, en Reino Unido, en América, en Francia ahora.

¿Qué es vivir bien?

-Tener cuatro necesidades cubiertas, incluida la salud, y experimentar placer, porque sin placer se está muerto en vida.

Profesional, vida afectiva, ¿qué más?

-Dominar el paso del tiempo, o al menos controlarlo hasta cierto punto, buscar posibilidades.

Aprender a vivir es aprender a morir; aprender a morir es aprender a vivir.

-Pertenezco a dos asociaciones pro Derecho a Morir Dignamente. Las busqué, firmé y lo dejé muy claro. ¿Pensar más en la muerte?, bueno, ya pensaré cuando llegue. Soy muy de acción. Será por eso que no me gusta la narración solo introspectiva. Necesito que pasen cosas. Loada sea la morfina.

¿Qué significa para ti vivir en San Juan de Luz?

-Que no me conozcan. Es glorioso. Vivo de modo anónimo, aunque hace poco un vecino, orgulloso de tener una escritora en la casa, ha puesto mi nombre en el buzón. Y no he podido quitarlo para no ofender.

El placer del anonimato.

-No, el placer del disfraz. Me encanta. Recorrer una ciudad en la que sabes que nadie te va a conocer, ser otra persona. La posibilidad de tener otra identidad más. Es una liberación no tener que representar tu personaje, vestir como me da la gana.

¿Te arrepientes de algo?

-De no haber hecho mejor muchas cosas. Con el paso del tiempo edulcoras las decisiones erradas de tal manera que ya ni te acuerdas de ellas. Por fortuna.

¿En las Memorias que has escrito hay algo de cierre?

-No, es conocer mejor lo que has tenido cerca. Explicártelo a ti misma, para seguir.

¿La palabra feminismo sigue teniendo sentido para ti?

-No existe ya el feminismo, sino los feminismos. Lo sustancial ahora es no tener siempre la mirada de los demás imponiéndote sus códigos de género. No pagar tu igualdad incluso con la muerte.

¿Eres capaz de imaginar el país de aquí a diez o quince años?

-Confío en que no sigamos pensando que somos el ombligo del mundo. Ansío una mirada más divertida, un poco más irónica en ese aspecto.

¿De qué te has sentido orgullosa?

-De mi pelo loco cuando era chavala. Publicar libros es gratificante, si te leen. De haber ido a la contra en la etapa franquista. De haberme largado de casa e irme a Londres a tiempo. De haber acabado la Enciclopedia Auñamendi. Más que orgullos son orgullicos.

¿Qué has tratado de enseñar a tu descendencia?

-El amor a la literatura, la extravagancia, el respeto a los animales.

¿Por qué has escrito el libro sobre ELA?

-Porque nadie lo ha hecho. He pretendido acercarme a lo que fue el Franquismo, enfocar el papel en la lucha antifranquista de la gente intelectual y obrera. He tratado de contextualizar al máximo el periodo (lo que ocurría en España, en Occidente, Portugal, Francia, Grecia, Irlanda, Quebec?). Quería señalar que en Euskadi no toda la resistencia antifranquista fue la armada. Sé que hay gente a la que ha sorprendido su papel en la historia, gente gratamente sorprendida. Otros no tanto, por creer que solo existe el último período, aquel en el que ellos han participado. Fueron muchos años, dos generaciones desde el fin de la guerra.

Nace a finales del 40 en Santiago de Chile.

‘Jane Eyre’ le marca la niñez.

Le gustan las Memorias más que las biografías, a no ser que sean de I. Berlin o I. Deutscher?

Le encanta conducir. Se le quitó el miedo con uno de esos coches que no necesitan carnet de conductor. Lo recomienda, aunque haya que sufrir pitidos y bocinazos. “Que piten”, dice.

Es apóstata. Querría sentirse atraída por la espiritualidad de tipo budista pero le gusta demasiado la acción. Detesta las Iglesias, a las que califica de estructuras patriarcales de poder.