Camina por el paseo de la Concha, que a esta hora del mediodía es un remanso de paz, pero su mente viaja lejos, al epicentro de un conflicto bélico en el que no hay más que tanques, aviones de guerra y gente armada con pasamontañas. “No sabes a qué atenerte. Te preguntan si eres del Gobierno o el Daesh, y no sabes qué responder”. El fotógrafo le pregunta en ese instante qué ocurre si la respuesta es la equivocada, y Hamza Ayash da dos pasos atrás, carga un kalashnikov imaginario y dispara.

Es el horror del que escapó este joven sirio de 31 años, licenciado en Derecho, que trata de rehacer su vida junto a su madre Maha, de 72 años y maestra de profesión, y su hermano Ahmed, de 34, diseñador gráfico. Están preparados para todo menos para la guerra. Son los tres primeros sirios que llegaron a Donostia hace siete meses, dentro de un programa de reubicación y reasentamiento de la UE que clama al cielo por su lento goteo, que exaspera desde hace tiempo, y que ha impulsado a dar un paso adelante a las instituciones vascas y autonómicas, que reclaman sistemas más rápidos y eficaces. “Europa debería ayudar más a los refugiados. Cuando llegamos en un hinchable de Turquía a Grecia, encontramos a gente muy hospitalaria, pero no había dinero. Y 80.000 refugiados sin apoyo se convierten en una situación de bloqueo”.

Ayash habla árabe, turco, inglés, se expresa en un castellano todavía renqueante y ha comenzado a estudiar euskera, que considera “muy importante” para labrarse un porvenir en Euskadi. Se siente dichoso, simplemente, “por estar vivo”. Muchos amigos suyos no pueden decir lo mismo. Mientras Europa parece seguir en su letargo ante la crisis humanitaria, Dairezzor, la ciudad al este de Siria, cerca de Irak, de la que procede este refugiado, es un paraje inhóspito, sin red eléctrica ni agua. “Las calles están destrozadas. Es una zona controlada por el Daesh, que solo tiene interés por el petróleo. Si caminas por la calle, te ponen la mano encima y te preguntan con quién estás. A partir de ahí... ¡pum! Tengo muchos amigos que no sé dónde han ido a parar. Otros, simplemente, están muertos. Las personas en mi país no son importantes. Solo importa el petróleo”.

El drama de Alan Kurdi, aquel pequeño muerto en la orilla de una playa turca cuando cruzaba a Grecia, le puso rostro a uno de los dramas que marcó el año 2015. Tras aquello, nunca llegó la reacción esperada. La crisis de migrantes y refugiados hizo asumir al Gobierno español el compromiso de acoger a 17.228 personas.

El Gobierno Vasco manifestó su disposición de atender a corto plazo, al menos, a 1.000. Existen recursos más que suficientes, pese a lo cual durante el año pasado tan solo 40 personas solicitantes de asilo fueron reubicadas en Euskadi de acuerdo con los tratados europeos de reparto por el conflicto de Siria y de otros lugares, como Irak y Libia.

Hace tres semanas llegaron a Euskadi las últimas personas refugiadas, todas de origen subsahariano. Tres fueron alojadas en Gipuzkoa y otras tres en Araba. El ritmo de acogida resulta exasperante. Entretanto, más de 7.000 refugiados y migrantes (entre ellos más de 2.000 niños) duermen a la intemperie a temperaturas bajo cero en Serbia que, a pesar de no ser parte de la UE al limitar con Hungría, Bulgaria y Rumanía, se ha convertido en un punto de tránsito obligado.

Los nueve defensores del pueblo autonómicos han pedido superar la actual situación de bloqueo, mejorando la coordinación territorial entre la Administración central y las comunidades autónomas. El Gobierno Vasco también ha propuesto al Gobierno de Mariano Rajoy gestionar desde Euskadi un corredor humanitario para acoger a refugiados que llegan a Europa procedentes de los países en guerra en Oriente Medio. Los refugiados serían identificados previamente en el lugar de partida -Líbano, Turquía, Grecia e Italia- y se desplazarían legalmente en avión “con todas las garantías de seguridad”.

Una medida que Hamza Ayash estima más que oportuna. “Es muy necesario”. El joven coge un pañuelo de papel mientras apura un café en una cafetería del barrio donostiarra de El Antiguo y lo exprime en su mano mientras recuerda su travesía. “Nos fuimos primero a Damasco, donde continúan dos de mis hermanas. Una de ellas trabaja por 75 euros al mes, pero pagar una habitación te cuesta el doble, a lo que hay que añadir la comida, el transporte... A mí el Gobierno me obligó a ir a la guerra, y me marché a Turquía, donde trabajé como cocinero hasta que la situación empeoró y tuvimos que huir a Grecia en una embarcación de plástico, con 40 personas a bordo”.

Al rememorar aquella penosa singladura, vuelve a coger el pañuelo, agita las manos y exclama mirando al cielo. “Tenemos suerte de estar vivos. Fueron dos horas de viaje, no parece mucho tiempo, pero se me hicieron como dos años. Al responsable de la mafia le pagamos 1.000 dólares cada uno. No había otra alternativa para salir. Yo iba con mi madre y mi hermano, así que le dimos 3.000. El de la mafia estaba armado y era de noche. Nos decía que nos dirigiéramos a un pequeño punto de luz que se veía a lo lejos y embarcamos, en silencio, con miedo. Cuando por fin conseguimos llegar a la costa, había cientos de chalecos en el suelo. Me dijeron que eran de personas que habían muerto”.

Fue en Atenas, la capital griega, donde cursó la solicitud de reubicación y tuvo que esperar un total de cinco meses. Transcurrido ese tiempo se convirtieron en la primera familia siria en llegar a la capital alavesa dentro del tratado europeo por el conflicto. Se reconoce un afortunado, aunque siete meses después de su estancia en Donostia comienza a sentir otra serie de dificultades, más domésticas, como la precaria situación económica en la que se encuentran para abonar una renta. “A partir de marzo tenemos que dejar el piso de acogida de la ONG Cruz Roja. Ellos nos pagan 480 euros por los tres, que agradecemos, pero para ir a cualquier vivienda de alquiler te piden un aval, una fianza, un seguro. No es nada fácil encontrar un piso”.

Tiene permiso para trabajar, es licenciado en Derecho y estuvo empleado como chef, primero en Siria y después en restaurantes de países como Turquía. “Solo nos hace falta un empujón, pero calculo que en un año salimos adelante. Tenemos suerte de estar aquí, entre gente tan simpática. En el plazo de un año vamos a rehacer nuestra vida”, dice mirando al horizonte desde la bahía donostiarra. Quiere devolver a la sociedad las muestras de solidaridad recibidas hasta la fecha.