Hace ya unas semanas, cuando el tiempo de nuestra ciudad se asemejaba más al propio de una latitud de la Europa meridional de moderado carácter y no al de la tundra siberiana al que estamos acostumbrados, subió al autobús una chica joven que por las apariencias (aunque éstas siempre engañan) parecía venir de disputar una maratoniana carrera de interminables kilómetros. Ascendió sudorosa y cansa, portando en la testa una cinta blanca que le sujetaba el pelo del flequillo. Llevaba aún los cascos puestos y en la mano aferraba un moderno móvil que le servía a la vez de reproductor de música y entrenador personal, midiendo pulsaciones y pasos. Vestía con una camiseta rosa tejida con alguna especie de neopreno o similar y llevaba un pantalón de chándal de marca Carrefour que, a juzgar por las apreturas, era al menos dos tallas inferior a la adecuada a sus necesidades.
Me saludó simpática, exhibiendo una sonrisa de oreja a oreja, mientras pasaba la txartela monedero por el lector. A esto que la tarjeta se le resbaló con el sudor de sus manos y al agacharse para recogerla, la parte posterior del pantalón se rebeló como un adolescente protestón con cóctel hormonal, descosiéndose en un ruidoso cantar por la zona central de la vestimenta. La rotura fue asaz considerable dejando a la muchacha literalmente con el trasero al aire. Yo, que soy un caballero de sólidos principios, salté raudo de mi asiento y quitándome el jersey me ofrecí a tapar con galantería aquel singular desaguisado. La chica agradeció mi gesto y sintió como la angustia inicial le desaparecía ipso facto:
-“Gracias, es usted muy amable”, me dijo con sinceridad y aún levemente ruborizada. “No sé qué hubiera hecho si no es por su ayuda?”
-“No se preocupe, siéntese tranquila, que ya me devolverá el jersey otro día”, respondí desde mi posición tan respetable y digna de alabar.
Cuando ella se acomodó en la zona intermedia del bus comprobé que también se le habían caído, presa de los nervios, las llaves de casa. Me agaché vigoroso a recogerlas cuando mi pantalón de dos tallas más pequeñas, debido a la escasez de uniformes que últimamente padecemos, se rasgó de arriba abajo dejando mis íntimas pertenencias aireadas. Rápidamente me acerqué a la chica de antes con el anhelo de recuperar mi ropa:
-“¡Dios mío! Como que me llamo María Ángeles que en mi vida he visto un roto tan grande como el suyo”, exclamó ella sin intención alguna de desprenderse de mi suéter.
-“Pues lo siento mucho, pero primero Dios y después Ángeles”, dije arrebatándole la prenda de un tirón grosero que la dejó tambaleándose y de nuevo en posición indecorosa ante los viajeros.