Grunbaum pensó siempre que quienes denunciaban que les robaron a sus hijos al llegar a Israel en los años cincuenta y sesenta estaban locos, hasta que descubrió que él mismo fue sustraído a una familia marroquí y entregado a una pareja de supervivientes del Holocausto.
El problema de los niños desaparecidos entre los judíos que llegaban tras la creación del estado -la inmensa mayoría mizrahíes (procedentes de los países árabes) y muchos de ellos yemeníes- no deja de resurgir en Israel, donde tres comisiones de investigación se han cerrado en falso.
El reconocimiento este mes de un ministro de que “cientos de niños fueron robados” ha dado un espaldarazo a familias y asociaciones que exigen respuestas.
“Han pasado setenta años: ¿Por qué no investigan?, ¿qué tienen que ocultar?”, pregunta Grunbaum a Efe, sentado en su casa en Tel Aviv bajo un retrato de sus padres adoptivos, cuyos rasgos polacos contrastan con su piel más oscura.
Pertenece a la escasa veintena que, pese a los obstáculos oficiales, descubrió que fue adoptado a los 17 días después de nacer, en 1956, después de que le dijeran a su madre que nació muerto.
Su esposa fue la que insistió en su escaso parecido con sus padres y la inexistencia de certificado de nacimiento o fotos del nacimiento, y le empujó a indagar.
“Cuando lo descubrí tenía 38 años y dos hijos. Fue como si toda mi vida anterior desapareciera. Decidí no decírselo a mis padres, que tenían cerca de 80 años, porque les hubiera destrozado saber que lo sabía”, narra.
Pasó ocho años con una doble vida, en contacto secreto con su familia biológica hasta que pereció el matrimonio que le crió y que, para él, son sus verdaderos padres.
Una serie de errores burocráticos, casualidades y prácticas que prefiere ocultar le permitieron averiguar la verdad en un país donde la ley de adopción impone secreto absoluto, hasta el punto de prohibir que un adoptado cuente públicamente que lo es.
“Nos dijeron que los archivos del hospital se perdieron en un incendio. Luego dijeron que fue una inundación. No quieren que conozcamos la verdad”, lamenta.
Después de tres años de pesquisas, encontró a su madre, descubrió que su padre había fallecido dos años antes y que tenía cinco hermanos. Vivió con su nueva familia un periodo de euforia, retomando una relación injustamente sesgada pero, más tarde, se distanció.
“Solo estábamos relacionados por los genes, pero no teníamos una historia común, de haber crecido juntos, como tienen las familias”, explica.
El problema es que el de Grunbaum no es un caso aislado y que las desapariciones se concentraron en familias mizrahíes, que sufrieron y sufren discriminación.
“Mi caso fue parte de una trama organizada a nivel local. Pero si hubo una organización a nivel gubernamental, entonces es algo muy serio”, indica.
La mayoría de los desaparecidos eran bebés secuestrados tras nacer o niños de corta edad que enfermaban y eran llevados a los hospitales, donde médicos y enfermeras comunicaban a los padres que habían muerto, pero no les daban certificados de defunción ni les mostraban la tumba.
Los mizrahíes eran entonces poblaciones muy vulnerables, que no hablaban el idioma, estaban desorientadas en un país nuevo, viviendo en lugares temporales, muchos en tiendas de campaña sin condiciones higiénicas.
Shlomo Hatuka, cuya abuela perdió una niña, asegura que “hay más de 5.000 bebés robados, quizás incluso 8.000”.
En solo tres años la ONG que dirige, Amram, ha documentado unos 800 casos que se unen a otros 1.200 detectados por las comisiones de investigación. “El 96% son mizrahíes. Hay un patrón claro de centros y años en los que ocurrió. Se llevaron miles de niños de hospitales y guarderías de los campamentos y ninguno volvió”, denuncia.
Según él, la mayoría fueron entregados a familias ashkenazíes (judíos procedentes de Europa) de supervivientes del Holocausto a los que el trauma provocó infertilidad y que pagaban entre 3.000 y 10.000 dólares de la época por un bebé.
La investigadora Shoshana Madmoni-Gerber, cuyas dos tías perdieron un hijo, subraya que los testimonios de enfermeras y periodistas de la época demuestran el racismo sobre la comunidad yemení y la percepción de que “eran primitivos, no sabían cuidar un bebé y, además, tenían muchos otros”.
Según ella, uno de cada ocho bebés yemeníes fue robado. “El gobierno ha cometido dos crímenes: tomar parte en los secuestros y denegar ayuda a las familias”, dice Hatuka.
“Lo que estamos documentando es un crimen contra la humanidad: transferir niños de un grupo étnico a otro es genocidio”, advierte, y subraya que no descarta llevar el caso al tribunal internacional de La Haya.