la polémica surgida tras una afirmación del alcalde de Bilbao Juan Mari Aburto en la que mostraba su apoyo al aeropuerto de Foronda como posible puerta de entrada para vuelos transoceánicos con origen o destino Euskadi y el posterior reproche formulado por el segundo teniente de alcalde de Bilbao, Alfonso Gil, del PSE, argumentando que Aburto pone al PNV “por delante” de Bilbao revela una determinada manera de entender nuestro País y de ejercicio de la política que debe ser superada.

Durante siglos hemos sido (y en muchos aspectos seguimos siendo) un archipiélago, unas “Islas Vascongadas”, en la terminología que el maestro de nuestro Derecho foral D. Adrián Celaya empleó para referirse a la fragmentación en territorios de nuestras singulares regulaciones jurídico-privadas. En este ámbito jurídico, la única manera de dejar de ser un sistema invertebrado pasaba por dejar de entender este País como una suma asimétrica de tres territorios con tres ordenamientos jurídicos para convertirnos en un todo armonizado, con un sustrato común respetuoso con la pervivencia de ciertas singularidades. Gracias al consenso político se logró este objetivo con la ley 5/2015, de Derecho civil vasco, un ejemplo de superación de la fragmentación mediante la cooperación.

El equilibrio logrado en este sector está muy lejos de la cultura del agravio que tantas veces y en tantos ámbitos se practica dentro de nuestro País, donde con demasiada frecuencia se instala la doctrina del “nosotros también” o “ nosotros más”: si un territorio, o una capital, o el municipio de al lado incorpora a su equipamiento urbanístico o cultural un polideportivo, una casa de cultura o un museo de arte moderno, pobre del alcalde o alcaldesa que no ose tratar de emular y a ser posible superar en tamaño y en presencia mediática la obra, el equipamiento o el servicio del pueblo vecino o el de la capital con la que compite en una absurda y a veces nihilista lucha por el ranking y por el protagonismo excluyente.

Hemos copiado en muchas cosas lo peor del modelo del que queríamos diferenciarnos: replicamos miméticamente infraestructuras en cada ciudad o en cada territorio, con el hándicap social de que quien abre ese debate queda estigmatizado por desleal, reclamamos nuevos equipamientos (o argumentamos que la sociedad los demanda) bajo el razonamiento de que los otros ya lo tienen y proyectamos miméticamente los modelos de crecimiento urbano o de equipamientos sin analizar su sostenibilidad y su eficiencia, sobre todo si atendemos al coste de su ejecución y posterior mantenimiento.

Mantenemos en un radio de 80/100 kilómetros nuestros tres aeropuertos, a los que cabría añadir por proximidad los de Noain y Biarritz, y siempre encontramos razones para competir entre nosotros en vez de cooperar e introducir un punto de razonabilidad en el debate, anclado siempre en el argumento de por qué el que sobra ha de ser el mío.

Patrimonializamos territorialmente los museos, las facultades, las catedrales, los hospitales, los frontones. Y lo que está en otro territorio no se siente como nuestro. Reclamamos nuestra dosis de protagonismo exigiendo que también en nuestro txoko emerja la réplica correspondiente. ¿Tiene lógica esta espiral de autarquía territorial? ¿Es esa la Euskadi moderna y abierta al mundo que deseamos? Debemos preguntarnos el por qué de esta tendencia secular a la envidia, al complejo y a la cultura del agravio territorial. Somos tres territorios hermanos con personalidad, demografía, cultura y poderío industrial diferenciado. Unidos en la diversidad. Solidarios. Pujantes, activos, dinámicos. Pero nos puede el afán de protagonismo sobre el resto, nuestra inercia vence hacia la competición más que hacia la cooperación. Superar estos viejos usos, dejar atrás este afán institucional inmaduro y egocéntrico de competir en lugar de compartir entre territorios es uno de nuestros retos como sociedad vasca.