Fuera del campamento, espoleados por la necesidad y el miedo, se escabullen Amina y Darim. Van en silencio, amparados por la oscuridad, sumidos en sus pensamientos y con la cara tapada. Por delante les queda un largo camino, 3 horas a pie hasta llegar a la estación de tren. 3 horas muertas en las que la imaginación vuela a otra noche, aún más fría y más oscura, una noche teñida de desesperanza. “Estuve 30 horas en un camión frigorífico. Estuve escondida junto con otras tres mujeres”, confiesa Amina, que se calla súbitamente al oír pasos detrás suya. Tras unos segundos de incertidumbre, vislumbran a un hombre con la cara tapada y las manos vendadas. Nadie dice nada, pero los dos saben que no es la primera vez que ese hombre lo intenta. Sus manos lo delatan. “Las vallas, que miden unos cinco metros, tienen cuchillas arriba. Ahora, hay gente, afganos sobre todo, que intentan cortarlas y no saltarlas. Pero si te pilla la policía, es un año de cárcel por cada valla cortada. En los campamentos, hay mucha gente con las manos vendadas”, confiesa Darim, mientras coge la mano de su mujer y la apremia para seguir andando. Aún queda mucho camino por delante.
“Cuando estuve escondida dentro del camión, oía como otros camiones arrancaban y se iban. El mío seguía parado, pero pensaba en la suerte que tenían los que iban dentro”, explica Amina, que empieza a estar cansada del viaje, son muchas horas andando y el miedo pesa como una losa. “Hay gente que ha pagado mucho dinero a las mafias para que les ayuden a pasar. Pagan y les dicen: tú móntate en este camión y espera, te llevará a Reino Unido. Pasan muchas horas dentro, lo sienten moverse, parar y volver a moverse. Cuando por fin llegan, salen corriendo del camión y entonces les dicen que eso no es Londres, que están en París o en Burdeos o en Touluse. Los engañan”, señala con tristeza. Sin embargo, su miedo es otro. Amina teme que, una vez más, el esfuerzo, la incertidumbre y el peligro no valga la pena. “Una vez conseguimos pasar las cuatro vallas y montarnos en un camión, pero nos descubrió la policía. Nos acompañaron de vuelta hasta el campamento y, uno de ellos, nos dijo que le gustaría poder ayudarnos, pero que no podía”, comenta Amina con voz rota.
Algunos kilómetros más alla, pero con la misma desazón e incertidumbre, camina Hasan. Atrás, en una pequeña cabaña del campamento de Dunkerque, deja a su mujer, Faiza, y a sus hijos Mohammed, de 5 años, y Marina, de 2. “Quiero llegar a Inglaterra, un primo mío vive allí, tiene un negocio y me puede dar trabajo. Así, luego podré traer a mi familia conmigo”, apunta con voz queda, casi como si tratase de convencerse a sí mismo. Hasan es iraní y, antes de huir de su tierra, tenía una buena vida. “Yo soy ingeniero electromecánico, me encantan los coches. Cuando vivía en mi país, tenía un Mercedes y en mis vacaciones iba al circuíto de coches de Dubai”, explica Hasan mientras desliza el dedo por la pantalla de su móvil, pasando fotos a una velocidad vertiginosa. “Mira, es mi familia, en mi país”, apunta, mostrando una fotografía en la que aparecen sus dos hijos en el jardín de la que otrora fue su casa. “Allí yo sonreía, pero aquí... Aquí no se puede sonreír”, confiesa con tristeza, mientras mira una foto suya en el circuíto de Fórmula 1 de Dubai, justo delante de logo de la carrocería de Ferrari.
Con semblante serio y la mirada gacha, Hasan continúa andando. Refugiado en los recuerdos de tiempos mejores. “Hace más de ocho meses que salí de mi país, los talibanes nos amenzaron. Un día te llaman y te dicen que tienen a alguien de tu familia y que, si no pagas, lo van a matar. Tuvimos que huir, llegamos hasta Turquía y ahí, pagamos 1.500 euros para poder cruzar hasta Lesbos. Marina tenía poco más de un año cuando llegamos a Alemania, a un campo de refugiados. Estuvimos viviendo un tiempo ahí, pero no era una buena vida y vinimos a Francia”, recuerda Hasan, que aprieta su Iphone con fuerza en la mano. “Es lo único que me queda de mi familia”, explica con una sonrisa resignada.
Ahora, su principal objetivo es llegar a Inglaterra. “Nos han dicho que allí hay una buena vida. Tenemos amigos en otros lugares y nos dicen que trabajan muchas horas, pero no consiguen dinero. En Reino Unido sí”, señala y, por primera vez en mucho tiempo, la esperanza hace que le brillen los ojos. “Hemos intentado pasar cuatro veces, Marina y Mohammed también venían. Dos conseguimos llegar a Inglaterra, pero allá nos olieron los perros y nos volvieron de vuelta. Nos dejaron justo delante de la Jungla de Calais, porque ‘teneis niños’, si no nos hubieran devuelto a Irán”, explica Hasan. A varios metros de distancia, una mujer y un hombre recorren el mismo camino. Ella lleva un niño pequeño en brazos, completamente dormido. Hasan los mira y, sonríe con tristeza, es muy probable que ese txiki esté drogado. “Usan jarabe para la tos”, señala y sigue caminando. La situación es dramática y, por desgracia, habitual. Tanto que, desde hace algún tiempo, las ONGs reparten las dosis exactas para que los niños estén dormidos durante varias horas.
Abbud, un joven afgano de 16 años, viaja solo, con la convicción de que hoy será su última noche en ese infierno que llaman la Jungla de Calais, hacia las vallas que lo separan de una vida digna y libre. A pesar de que a su alrededor reina la miseria y solo sobreviven los más fuertes, Abdu cree firmemente en sus posibilidades de alcanzar la tierra prometida; Inglaterra. Apenas han pasado 48 horas desde que llegó al campamento y nadie ha tenido el valor de acabar con las últimas trazas de su inocencia. Han sido pocas horas para darse cuenta de que ahora nadie lo cuida. Está solo. Ahora no hay nadie que el diga que con esas sandalias rotas, que dejan sus pies al descubierto, no va a poder escalar la valla y, mucho menos, protegerse de las afiladas cuchillas que adornan las concertinas. Nadie le ha avisado de los desgarros que causan esas cuchillas, afiladas como navajas.
Mientras camina por la Jungla, el joven afgano mira a su alrededor, a las decenas de personas que, como él, se preparan para comenzar el mismo viaje hacia una vida mejor. El viaje a través del tunel de los sueños; el Eurotunel. Las diferencias entre Abdu y los demás son evidentes, ellos llevan ropa de abrigo, zapatos cómodos y cerrados y el conocimiento de muchos intentos fallidos a sus espaldas. Pero él no se da cuenta, prefiere refugiarse en su inocencia y seguir pensando que lo va a conseguir, que él si va a poder salir del infierno.
Los nombres de las personas que aparecen en este reportaje son ficticios para no interferir en sus intenciones de cruzar la frontera.
300
Para frenar los continuos y masivos intentos de cruzar la frontera, el Gobierno británico invertirá 8 millones de euros para construir otros 300 metros de vallado con concertinas a lo largo de los márgenes de la carretera que conduce al Eurotunel. Además, ha planteado la opción de construir un muro de 4 metros de para asegurar el tráfico, esencial para la economía de ambos países.
40
La policía francesa estima, según datos de agosto de 2015, que cerca de 40 personas lograron cruzar la frontera cada día. Sin embargo, hace tres meses se desmanteló la parte sur de la Jungla de Calais y se redujo a la mitad la población.