Cuando a finales de 2013 un niño de dos años que solía jugar con murciélagos murió en un pueblo de Guinea Conakry, nadie sospechó que desataría la epidemia de ébola más mortífera de la historia, una tormenta perfecta alimentada por la lenta reacción internacional y la falta de recursos en África Occidental. Ayer hizo un año de que el Gobierno de Guinea alertó a la comunidad internacional de la existencia de un alarmante número de casos en el sureste del país. Su aviso fue el prólogo de una epidemia que ya se ha cobrado más de 10.000 vidas.
El menor, que según un equipo científico internacional pudo ser el paciente cero, murió en diciembre, pero las primeras alarmas no saltaron hasta finales de marzo de 2014. El 23 de marzo, el Ministerio de Salud guineano informó a la Organización Mundial de la Salud (OMS) de que había detectado 80 contagios de ébola, 59 de ellos con resultado de muerte. La mayor parte de los enfermos vivían en zonas fronterizas con Sierra Leona y Liberia, países que se han convertido en los más devastados por el virus.
El pequeño Emile, que jugaba con los murciélagos alojados en un tronco hueco del pueblo de Meliandou, fue enterrado siguiendo las tradiciones funerarias de la región, que implican velar al muerto en contacto directo con su cuerpo, lo que desencadenó la propagación. Familiares y vecinos murieron en pocas semanas tras experimentar vómitos, diarreas y fiebre. Antes de abril, Guinea, Liberia y Sierra Leona compartían una enfermedad llegada a sus porosas fronteras y expandida con la ayuda de sus débiles sistemas sanitarios.
“Una epidemia sin precedentes” Médicos Sin Fronteras (MSF) fue la primera organización en alertar de que África Occidental, que nunca había conocido el ébola, se enfrentaba a una “epidemia sin precedentes”. Al mismo tiempo, la OMS afirmaba que el brote de Guinea era preocupante, pero no extraordinario, y que seguía patrones conocidos.
Con una tasa de mortalidad del 90% y sin tratamiento ni vacuna conocida, las muertes se multiplicaron de forma exponencial durante los primeros meses de este nuevo brote. Con más de 300 muertos, a finales de junio MSF dijo que la epidemia estaba “fuera de control”. En agosto se alcanzaron los 1.000 fallecidos. El brote puso en cuarentena la vida en África Occidental: se cerraron escuelas y fronteras; se aislaron poblaciones enteras; se precintaron edificios; se prohibieron festividades, velatorios y costumbres ancestrales.
La directora de la OMS, Margaret Chan, se rindió entonces ante la realidad: “Este brote avanza más rápido que nuestros esfuerzos para controlarlo”. El día 8 de agosto, cinco meses después de los primeros casos diagnosticados, la OMS declaró la emergencia pública sanitaria internacional y adoptó medidas excepcionales, que animaron el envío de inversiones millonarias y personal sanitario y militar a la región.
El pasado 12 de marzo, el ébola cruzó la barrera de las 10.000 muertes, un dramático hito que se ha alcanzado, en gran medida, porque las organizaciones internacionales ignoraron las “alertas tempranas”, según MSF. Este factor se combinó con otros estructurales para alumbrar una “tormenta perfecta”: una epidemia transfronteriza en países con débiles sistemas de salud que nunca antes habían conocido el ébola.
Aunque el ébola llegó a Nigeria, Senegal, Mali y viajó a España, Estados Unidos y Reino Unido, estos casos fueron residuales.