Litate es un pueblo fantasma. Sus 6.000 habitantes tuvieron que abandonar hace ya casi cuatro años esta montañosa localidad agrícola situada a 40 kilómetros de la central nuclear de Fukushima y la radiación no les deja volver.
El accidente del 11 de marzo de 2011, cuando un terremoto y un posterior tsunami golpearon fatalmente la planta, cambió el destino de este lugar considerado un paraíso por sus habitantes y que ostentaba el honor de ser uno de los pueblos más bonitos de Japón. La radiación que emanó durante días de los reactores dañados acabó con sus cultivos de árboles frutales, sus famosas flores y la cría de unas vacas conocidas en todo el país por la calidad de su carne.
Cuando falta poco para que se cumpla el cuarto aniversario del desastre nuclear, Iitate es uno de los doce municipios cercanos a la central cuyo acceso sigue restringido.
Aunque sus vecinos pueden visitarlos durante el día, siguen sin poder pernoctar allí. El toque de queda llega cuando se va la luz. “Después del accidente lo perdimos todo, nos tuvimos que ir de nuestro precioso pueblo. Ahí empezó nuestra vida de refugiados. Ha sido una época de mucho sufrimiento. Todavía no sabemos cuando podremos volver a nuestras casas”, explica a Efe Muneo Kanno, un granjero de 55 años, mientras camina por las desiertas calles de Iitate. Kanno se acerca dos o tres veces a la semana para revisar cómo está la casa rural donde vivía junto a su mujer, sus padres, su hija, su yerno y su nieto. Esta familia se encuentra ahora dispersa en distintas localidades de la región.
Este es uno de los grandes dramas de los más de 126.000 evacuados que quedan en Fukushima. Muchos de ellos viven todavía en pequeñas casas temporales prefabricadas. “Echo de menos ver a diario la sonrisa de mi nieto. Hemos recibido compensaciones económicas, pero lo que hemos perdido no es cuantificable”, se lamenta el granjero que ahora habita en la cercana localidad de Kodachi y se ha convertido en el director de la asociación “Resucitar Fukushima”.
“No nos fiamos de las mediciones del Gobierno. Es importante controlar cómo evoluciona todo, implicarnos y hacer todo lo posible para que algún día podamos volver”, comenta Kanno, que se dedica a monitorizar los niveles de radiación en la zona junto a otros agricultores.
La calma de este pueblo sin habitantes se ve solo alterada por las grúas, excavadoras y grandes camiones implicados en las vastas labores de descontaminación de la superficie del terreno.
Cientos de miles de bolsas negras llenas residuos contaminados se amontonan a ambos lados de kilómetros de carretera. La fantasmagórica imagen recuerda que el que fuera hasta hace poco un terreno fértil sigue enfermo.
Yuri Kanno, de 29 años, abandonó Iitate nada más producirse el accidente, antes de que se activara la orden de evacuación. Su marido trabajaba en la planta nuclear y le recomendó irse lo más lejos posible.
“No sé si quiero volver. Me siento segura donde vivo ahora. No creo que la radiación vaya a desaparecer de repente y esto me preocupa por mis hijos. Quizá mis abuelos vuelvan, yo les iré a visitar”, explica esta madre de dos niños de 5 y 2 años que ahora reside en la ciudad de Fukushima.
El mayor asiste a una guardería temporal que acoge a 47 niños de familias evacuadas de Iitate, un proyecto llamado Cocoro Care for Children, puesto en marcha por Kimiko Deguchi, una doctora de la lejana pero también castigada ciudad de Nagasaki.
A unos kilómetros de sus antiguas casas, en la localidad de Iino, los menores reciben el apoyo de psicólogos y especialistas voluntarios que intentan borrar los efectos que la evacuación y de experiencias como el no poder haber jugado al aire libre durante mucho tiempo. Desde la capital de la provincia, donde se mudó a un pequeño apartamento junto a su mujer en 2011, el alcalde de Iitate, Norio Kanno, intenta mantener vivo el espíritu de su pueblo que rige desde 1996.
“Entiendo que la gente joven no quiera volver. Sería maravilloso si al menos pudiéramos recuperar un tercio de los habitantes que teníamos”, comenta el edil, que sin embargo reconoce que le parece todavía difícil que algún día puedan regresar respetando los niveles de radiactividad mínimos recomendables para la habitabilidad. Al menos, asegura, el 90 por ciento de sus conciudadanos vive cerca de sus antiguas casas, y solo 30 por ciento sigue en residencias temporales. “Este mundo va muy deprisa. Solo se piensa en el crecimiento económico. En nuestro pueblo la vida era diferente. Se vivía despacio, nos gustaba hacer las cosas con el corazón”, apunta con nostalgia el alcalde en el exilio nuclear.