Con apenas 9 años Ricardo Díaz Castillo ya trabajaba en una fábrica de madera. A los 13 empezó a ganarse unas perras en un almacén de yeso y allí le sorprendió la lepra. “Me empezaron a salir algunos tubérculos, como granos, que me iban rozando el pantalón y me sangraban. Viendo que el tratamiento de vitaminas y calcio no me hacía nada y que no daba con la tecla de lo que era, el médico del pueblo me mandó a Granada, al Hospital de San Lázaro. Tenía 18 años”. Ricardo hace memoria seis décadas después desde el sanatorio alicantino Fontilles, referente en la lucha contra la enfermedad en el Estado, donde reside con su mujer, que también padeció la misma enfermedad.
El diagnóstico le cayó a aquel joven, nacido en la localidad granadina de Puebla de Don Fadrique, como un jarro de agua fría. “Cuando me lo dijeron, parecía que se nos había caído el techo encima. Fue bastante desagradable para toda la familia”, recuerda. Y no tanto por las previsibles secuelas, que también, sino por el estigma que suponía. “Era una enfermedad bastante mal vista. Se pensaba lo peor, que no había que acercarse a nosotros, nos rehuían. Mi madre en una ocasión, sabiendo que yo tenía la lepra, fue a comprar a la tienda con dinero en mano y no quisieron venderle porque tenía un hijo enfermo. Pensaban que se podían contagiar. Fue muy desagradable”, lamenta, ya curado.
Tras pasar tres meses ingresado en Granada, fue trasladado al sanatorio de Trillo, cerca de Guadalajara, donde permaneció cuatro años. “Me dio una reacción muy fuerte, con durezas que se me reventaron, y allí me estuvieron cuidando. Estuve cuatro meses en el hospital y el resto en un pabellón colectivo con otros enfermos”. Aislados, no tenían contacto con el resto de la sociedad. “Nos sentíamos rechazados. He conocido casos en los que su propia familia les daba la espalda. Gracias a Dios, la mía me aceptó”, suspira.
En la leprosería de Trillo conoció a la que es hoy en día su esposa. “Nos casamos y nos fuimos a Murcia, donde estuvimos viviendo más de 40 años. Allí tuvimos cinco hijos que estuvieron yendo al colegio sin que supieran que sus padres estaban enfermos para que no les rechazaran los otros niños”, revela. Ninguno contrajo la enfermedad y su mujer, dice, “les dio el pecho y todo”.
Periódicamente la familia se desplazaba a Fontilles para someterse a las correspondientes revisiones. “Teníamos que traer a los niños a reconocimiento y les hacían sus pruebas y análisis. Nunca tuvieron nada. Ahora ya son mayores, están casados y yo tengo hasta biznietos”, cuenta, desplegando su orgullo de bisabuelo. Dios quiera que no, que diría Ricardo, pero si algún familiar suyo enfermara, no tiene dudas. “Antes de que a un hijo mío le salga un cáncer o lo que sea, prefiero que le salga esto, que esto hoy en día no es nada”, dice con conocimiento de causa. Pero a pesar de que la lepra se cura, Ricardo sigue evitando mentarla. Secuelas del pasado. “La juventud tiene más conocimiento de lo que es la enfermedad, pero las personas mayores, que son las que te rechazaban, todavía le tienen un poquito de terror”, reconoce.
Les dejaban la comida lejos No hay más que darse una vuelta por Fontilles, donde Ricardo y su mujer viven desde hace 23 años, para certificar el rechazo que causaban estos enfermos. “Estamos rodeados por una muralla de tres kilómetros de largo, tres metros de altura y cincuenta centímetros de espesor. El miedo a esta enfermedad era tremendo porque no había medicación y poco a poco iba produciendo lesiones en la piel, parálisis, alteraciones en la flexibilidad, heridas... Entonces, el paciente provocaba un rechazo muy importante”, explica José Ramón Gómez, director de lepra del centro. Antes de levantarse el sanatorio, en los pueblos del entorno había casas donde se agrupaba a estos pacientes. “Los enfermos vivían aislados y la gente de buena fe les dejaba comida y bebida lejos”, señala este médico gasteiztarra.
Después de casi treinta años trabajando en la que se considera como “la última leprosería de Europa”, este profesional, que también ha luchado contra la enfermedad en África y América latina, acumula en su maletín historias de rechazo y miedo. “Conozco el caso de una persona a la que le diagnosticaron lepra y su pareja desapareció inmediatamente. También sé de un paciente que vivía en Suiza, al que la lepra le había dejado alguna secuela, y que se dejó operar la mano por los médicos de allí sin decir que lo que le pasaba era debido a la enfermedad. Incluso me contaba que si decía que tenía lepra, a lo mejor le echaban y no tenía alguna paga”, recuerda.
En Mato Grosso, el estado de Brasil más castigado por la lepra, donde trabajó cinco años, Gómez también fue testigo de que los pacientes eran capaces de hacer cualquier cosa con tal de preservar su anonimato. “Había personas que no querían ir al centro de salud para no ser identificadas y a lo mejor se gastaban muchísimo dinero en coger una avioneta para irse a otro lugar a coger la medicación que nosotros teníamos en el pueblo”, relata. Con eso conseguían despistar a sus vecinos, pero no a los médicos. “Los que trabajamos en lepra, con solo verles la cara, muchas veces ya sabemos que tienen la enfermedad porque en las formas graves tienen muchos nódulos en las orejas, en las cejas...”.
En India contraer la lepra es motivo de divorcio y en Colombia también queda rastro del estigma. “Había un sanatorio, con un puente a la entrada, que se llamaba el puente de los suspiros. Allí se separaba la familia del enfermo porque éste se iba a quedar en el sanatorio. Allí les quitaban la identidad y les daban un carné nuevo como leprosos. Eran historias tremendas”. Historias que, a diferencia de la de Ricardo, distan de tener un final feliz.