BUZEO en el archivo y no logro encontrar en agencias ninguna imagen de un suceso que ocurrió hace apenas dos meses y que me impactó sobremanera en este viaje relámpago -de la mano de la ONG vasca ALBOAN- al corazón de Colombia: el éxodo masivo de un pueblo entero huyendo de la guerra; mujeres, ancianos y niños cargando con sus petates, dejando atrás sus casas y tierras. Los desplazamientos en la frontera entre Colombia y Venezuela por enfrentamiento entre bandas al servicio del narcotráfico y el contrabando de gasolina están a la orden del día aunque la actualidad mediática ya no repare en esta guerra olvidada ni ponga micrófonos al inacabable conflicto colombiano. No es el hambre, son las desapariciones, muertes y secuestros lo que motiva la huida de veredas y corregimientos. El año pasado se movilizaron 257.000 personas dentro del país.

Algunas en masa. Más de 520 personas del corregimiento de Palmarito, en el departamento colombiano de Norte de Santander, salieron en estampida el pasado mes de septiembre para buscar refugio en el centro de Cúcuta y ocupando dos albergues temporales. Tras el asesinato de cuatro campesinos a manos de bandas criminales vinculadas al narcotráfico, que se disputan el control del negocio en el área fronteriza, todo el pueblo decidió escapar. Partieron 350 familias y más de la mitad se ha visto obligada a volver por falta de ayuda humanitaria. Entorno a 150 todavía no han regresado pese que el Estado no está garantizando ni alimentación ni agua potable ni servicios médicos para atender a ancianos, niños y mujeres embarazadas, abandono que sólo puede obedecer, admite el responsable del centro de migraciones de Cúcuta,"a "una calculada estrategia del municipio diseñada únicamente para forzar su regreso".

¿Qué más pueden hacer? Líderes comunitarios habían alertado sin éxito de la situación de violencia en Palmarito, llamaron la atención de las autoridades para que atendieran sus denuncias. Hoy ninguno de ellos puede regresar por la inseguridad en la zona. "Son objetivos militares, están amenazados", ahonda el representante de las víctimas, R. Darío.

Darío asegura que las soluciones que se han querido dar desde el poder regional para resolver el problema de Palmarito han sido delirantes y ninguna de ellas digna. La alcaldía de Cúcuta proponía la creación de grupos de soldados campesinos en la zona para proteger a la población con lo que ello supone de amenaza por parte de los grupos militares, presupone. Lo mismo ocurre con la posible recompensa, que también se barajó, al campesino que suministrase información de estas bandas, que lo único que logra es "revictimizar a la población". "No hay voluntad política para lograr una atención integral a las víctimas -agrega Darío- y muchos son campesinos de origen humilde que no logran reconstruir su vida".

La gran ciudad de Cúcuta y su área metropolitana tampoco ofrece garantías ya que, como denuncian líderes vecinales, la limpieza social continúa en la capital de Norte de Santander sometida bajo el control de redes criminales, antiguos paramilitares, hoy Rastrojos, los Urabeños y las Autodefensas del Norte, con la complicidad de políticos y autoridades civiles. Sólo en 2012 hubo 240 homicidios y un 65% era población joven.

En Cúcuta existen más de 28 alojamientos ilegales, y alberga más de 70.000 víctimas de desplazamiento de las 120.000 que deambulan en la región, indica Óscar Calderón, del SJR de Cúcuta. Muchas víctimas han sido amenazadas por guerrillas y paramilitares por no colaborar con ellos. ¿Cómo? Someten a los campesinos para que cultiven la hoja de coca y la vendan a grandes grupos de compradores, de lo contrario les "quitan las tierras". Se les obliga a salir en 72 horas si no contribuyen a pagar su cuota, la vacuna o cuando son testigos de crímenes o abusos. Se despoja a familias enteras de sus tierras con la presencia de "falsos titulares" que les fuerzan a venderlas para introducir la palma africana empleada para biocombustible o proyectos de megaminería para la extracción de oro. Los campesinos huyen en masa también cuando los grupos tratan de incorporar a sus filas a niños de doce y trece años.

El Servicio Jesuita a Refugiados acompaña a las víctimas para que no tengan que "mendigar ni ocultarse. Es gente que tiene que salir de su tierra y que lo perdió todo, sólo le queda la vida y la tiene amenazada", exppone Libardo Valderrama, desde Magdalena Medio. Tienen las puertas de la Administración cerradas para conseguir su estatus de desplazado y, con él, las ayudas que la legislación contempla (acogida en albergue, educación, atención médica y acompañamiento psicosocial de emergencia). "Cuando la ayuda llega, se limita a darles de comer y entregar alguna vivienda, pero realmente no hay un proceso de readaptación de estas víctimas en la sociedad", abunda. Deben lidiar, además, con otro frente, el del estigma social, porque "piensan que son guerrilleros, peligrosos o narcotraficantes...".

el difícil estatus de desplazado Barrancabermeja es una de las ciudades de acogida para miles de desplazados procedentes de la región de Magdalena Medio, una de las más azotadas por el conflicto armado y el narcotráfico. En esta ciudad depositan muchas expectativas de encontrar empleo pero la realidad que encuentran es otra bien diferente. Si conocen a un familiar o un amigo se podrán alojar en su vivienda, pero otras muchas familias llegan a barrios de "invasión", ilegales, donde se agolpan sin orden construcciones de plástico o madera, algunas sin techo, y todas ellas sin acceso a servicios públicos. El enganche al agua o la luz se hace de manera ilegal, no hay vías de acceso ni recogida de basura. Pero lo que más preocupa a la delegación del SJR es que muchas familias permanecen en estado de emergencia "mucho tiempo", que puede ser hasta diez años. Así, el 40% de los atendidos por esta ONG llegaron entre los años 2000 y 2005, y el 37% entre 2006 y 2010. Y a partir de los diez años pierden sus derechos como desplazado. Hay familias que se mueven de comuna en comuna porque se les derrumbó el cerro en época de lluvias llevando por delante su casa, o que está "perseguida de nuevo por los actores armados".

Hay víctimas que debido a los retrasos crónicos de la Administración de hasta tres y cuatro meses en reconocerles su estatus de desplazado necesitan bonos alimentarios y médicos para poder sobrevivir. En cambio, al SJR se acercan más a pedir "ayuda para levantar su casa, maderas y láminas de zinc para dos cuartos donde vivirán hasta diez personas".

Este tránsito continuo lleva a respirar hasta quince personas bajo un techo pequeño, "la menor con el mayor, el tío con la sobrina y se producen embarazos a edades tempranas". Y, como señala un líder vecinal del Sur de Bolivar, "si una niña que se queda embarazada con once años se le daña por completo su futuro".