Bogotá (Colombia). Alas ráfagas de fusil responde el silencio más absoluto en Colombia. La violencia es un grupo armado, pero también la seducción del poder -ser algo- cuando faltan oportunidades para los jóvenes y terminan siendo presa fácil para las mafias. El miedo es mezcla de hambre y recelo en las instituciones oficiales. La ley del silencio es un código de supervivencia común. Oculta que en una aldea del Sur de Bolívar que acabas de visitar un sicario desmembró y decapitó días atrás a un campesino que no pagó la "vacuna" o que el pequeño comerciante de Cúcuta al que compraste una caja de galletas, cuando cierre la persiana, entregará el 10% de sus ganancias a un menor, seguramente reclutado en la puerta del colegio, para alimentar a algunas de las decenas de grupos armados. Y ninguna de las dos víctimas tiene otra opción; la primera porque es posible que no haya un profesor en su escuela o necesite el dinero para pagar las medicinas de sus padres y, la segunda, porque vive bajo la amenaza permanente de morir o abandonar su vivienda en 72 horas, sin protección pública.
Como explica el padre Francisco de Roux, Provincial Compañía de Jesús en Colombia, "si con un cuarterón de coca pagas el hospital de tu mujer embarazada o el transporte de los hijos al colegio" es porque, detrás, no hay un "modelo" de desarrollo económico que permita vivir al campesino de su tierra, a lo que se une la demanda constante de estupefacientes de Europa y Estados Unidos.
Un grupo de periodistas de la CAV y Navarra visitamos este mes Colombia de la mano de la ONG Alboan y su aliado en el terreno, el Servicio Jesuita al Refugiado (SJR), para conocer diferentes proyectos -financiados en parte por el Gobierno Vasco- en las regiones más "calientes" del Estado. Un viaje intenso y extenso, que muestra la cara más dura de Colombia, el país con más desplazados internos del mundo, pero a su vez revelador de la capacidad transformadora de la ayuda humanitaria en conflictos olvidados como éste, y esperanzador sobre la fortaleza de muchos actores no armados para retomar las riendas de su destino.
Sin justicia La violencia en Colombia no se ve, permanece oculta, como si no existiera y, sin embargo, se palpa de muchas formas: en la pintada en una chabola que señala a un sapo (chivato), en las puertas de las casas cerradas al vecino desplazado, en el miedo de una víctima a hablar o desvelar quién mató a su marido, en la mujer que ha sido violada sucesivamente por guerrilleros y que durante años ha protegido a sus hijos del terror vivido... Violencia que deja huellas en los rastrojos secos de plantaciones de coca arrasadas por las fumigaciones aéreas ordenadas por el Ejército estatal a base de glifosato. Violencia que, sólo en la región de Magdalena Medio, atravesada por el río que da nombre, ha dejado este año 114 homicidios, según el Servicio Jesuita al Refugiado de Colombia. O que en la ciudad de Cúcuta, frontera con Venezuela, lleva a crear nada menos que 28 organizaciones de víctimas sin justicia.
Al drama social que vive Colombia no se le puede llamar guerra, por dura y cruel que se manifieste, porque tiene muchos actores armados y no guarda proporciones con ningún otro conflicto. Las víctimas siempre son las mismas, ayer y hoy, y la riqueza del país es el arma más poderosa y la que se mueve en su contra, ayer y hoy. Víctimas olvidadas por la comunidad internacional, invisibilizadas en el tablero de crisis humanitarias y conflictos armados que existen en el mundo. La falta absoluta de Estado y la desconfianza de la población hacia sus gobernantes clama en la impunidad en la que se cometen todo tipo de crímenes, extorsiones y acciones de delincuencia. La raíz de la pobreza se vincula a las profundas desigualdades sociales y al enfrentamiento entre grupos armados, y éstos se alimentan a su vez del narcotráfico, el contrabando de oro, la gasolina y otros recursos naturales, y que, junto con la entrega a empresas multinacionales de territorios enteros para su explotación, han generado más de cinco millones de desplazados, sigue provocando multitud de víctimas y una sociedad que vive en dos modos: violencia o miedo. Una población civil que hoy continúa indefensa ante la violencia ejercida primero por la guerrilla de las FARC, después por los paramilitares y hoy por bandas armadas atomizadas, incontroladas y no reconocidas por el Estado (las Bacrim) que aterrorizan a la población campesina pero también, cada vez, a la que vive en las ciudades.
guerrillas aliadas Cada territorio, cada barrio o aldea de las regiones más azotadas por la violencia está marcada a fuego por la presencia de un grupo armado o incluso por dos enemigos que sellan acuerdos por el control de las rutas de la droga o el contrabando... El tráfico de cocaína ha sostenido el conflicto y financiado el armamento que parapeta a decenas de bandas y sus lujos personales (casas, coches, prostitución...). Y la extorsión ha "pelado" a familias enteras que vivían de la tierra y del ganado hasta "dejarlas sin nada", denuncia el equipo del SJR que apoya a población refugiada. "Quien se cansa de colaborar o es testigo de delitos pasa a ser objetivo militar", señala Angélica López, subdirectora del SJR en Colombia. Allí donde hay una plantación de coca siempre hay un grupo armado que financia o protege el cultivo o varios que se disputan el territorio para controlar la producción de hoja, su procesamiento en laboratorios clandestinos, así como las rutas que sigue la pasta base a través de Venezuela hasta llegar a África y, por el Caribe, a Estados Unidos. En la frontera con Venezuela, en cambio, ya resulta más rentable el contrabando de la gasolina, muchísimo más barata en Venezuela, que traficar con estupefacientes. Llenar un carro de 40 litros en Venezuela equivale a 500 pesos colombianos y, pasando la raya, son 70.000. La delincuencia se transmuta pero no sólo no cesa, sino que está creciendo en los últimos años.
Colombia es un país tan rico que no envidia a nadie, pero "enfermo de corrupción", admite uno de los responsables del Centro de Emigraciones de Cúcuta. Hasta el extremo que los campesinos de Palmarito, en Norte de Santander, que regresaron hace poco a sus tierras tras una desbandada masiva -motivada por la disputa entre bandas paramilitares- están estudiando la posibilidad de hablar con los comandantes de los grupos armados bajo la mediación de alguna organización internacional para que se respete a la población civil. La misma población que no denuncia, admite Carol, porque en el imaginario colectivo y, "fruto del terror vivido por los paramilitares, creen que ahí dentro están los amigos de los que quieren reclutar a mi hijo".