EL accidente de Santiago en el que han fallecido decenas de personas nos ha conmocionado. Nos ha sumido en pleno verano en un profundo silencio. Una tragedia difícil de interiorizar sin imágenes. Una vez más, ellas han sido las que nos han relatado el suceso. Las del tren escupiendo en la curva de A Grandeira el resto de vagones contra el muro de hormigón, la de todo convertido minutos después en un amasijo de hierro; la de los cuerpos de las víctimas cubiertos por mantas improvisadas, la de los policías trasladando a los heridos ensangrentados ayudados por centenares de voluntarios, la de los familiares pegados a sus móviles cuando los minutos se convertían en horas eternas, la de la procesión de ambulancias o la del equipaje amontonado de ciudadanos anónimos que habían emprendido ya otro viaje.
Decía el pensador francés Guy Debord a finales de los años setenta, aquello de "allí donde el mundo real se transforma en meras imágenes, las meras imágenes se convierten en seres reales". Hoy, sus intuiciones y la tragedia de Santiago nos recuerdan cómo el concepto de actualidad está cambiando. Poco a poco se ha ido estableciendo en las mentes la idea de que en parte, la importancia de los acontecimientos es proporcional a su riqueza en imágenes. O por decirlo de otro modo, un hecho que se puede mostrar bien en televisión, en las redes sociales o en internet es más fuerte, más eminente que el que permanece invisible y cuya importancia es abstracta. Es el nuevo orden social. Y el accidente de Santiago no ha sido una excepción. ¿Por qué nos impactó el terremoto que sufrió Haití en enero de 2010?. El temblor de magnitud 7,3 en la escala Richter desataba la alarma en el Caribe y destruía el país más pobre del continente americano. Se llevaba por delante 300.000 personas. Durante días pudimos observar escuelas y hospitales derrumbados, calles invadidas por escombros o miles de militares procedentes de 17 países tratando de ayudar a los afectados. Era la imagen viva del drama. Un año después, ¿por qué nos encogió el corazón el tsunami de Japón? ¿las imágenes de edificios arrancados de cuajo, los coches y trenes desparramados como si fueran juguetes de plástico por la fuerza de las olas?. Por lo mismo por lo que ahora nos enmudece lo sucedido en Santiago.
Por desgracia, las nuevas tecnologías nos hacen también espectadores en directo del dolor. Del horror. Del sufrimiento. 24 horas después del tsunami en Japón, Facebook registraba 4,5 millones de actualizaciones sobre la tragedia, provenientes de 3,5 millones de usuarios. En España se vivió con los atentados del 11-M cuando el consumo televisivo aumentó un 72% y en Estados Unidos en el 11-S con imágenes tan violentas como las de los 200 trabajadores anónimos que se precipitaron al vacío desde la Torre Norte. Su imagen fue una de tantas pero se convirtió en el icono de los atentados gracias a la Nikon DCS620 de Richard Drew. Un 11-S que para los jóvenes que tenían entre 10 y 19 años en 2001, representa ya lo que las imágenes del asesinato de John F. Kennedy fue para sus padres o el ataque de Pearl Harbor para sus abuelos.
En 1908, el pintor Henri Matisse declaraba que la fotografía puede aportar los más valiosos documentos y que nadie podría disputar su valor desde tal punto de vista. En pleno siglo XXI cualquier imagen como las que hemos visto en Santiago, congela el tiempo. Fija instantes, movimientos, acontecimientos. Seleccionar una es restituir un momento del pasado más inmediato. Bien lo saben los gallegos que difícilmente podrán borrar de sus mentes muchas instantáneas, conscientes de haber visto in situ durante horas el horror.