LA intensidad de los sanfermines, la aglomeración humana en una ciudad de doscientos mil habitantes que roza el millón, las calles recoletas pero incómodas de transitar de la parte vieja pamplonesa obligan a un ejercicio de resistencia física que termina baldando los más juveniles y vigorosos cuerpos que son derrotados y exprimidos por una fiesta que no deja de tener su toque violento, que afortunadamente no llega a más por los cánticos de "San Fermín, San Fermín" que abortan cualquier conato de pelea o choquetrenes del personal.

La fiesta navarra de julio exige el roce entre cuerpos, la esgrima física para avanzar por las calles y plazas abarrotadas de humanidad, la paciencia del santo Job, la calma y la tranquilidad mesurada para salir de los numerosos trances que presenta la cosa festera. El sentirse en medio de una marea humana es reconfortante situación que sólo se da en sanfermines y que en nuestra ciudad también se produce durante las fiestas de La Blanca en calles del casco viejo, histórico o medieval.

Hombro contra hombre, pies junto a pies, la mocina sanferminera avanza a paso de limaco para llegar a la reconfortadora barra de bar, donde habrá que esperar media hora para que lleguen las chistorras y el rosado y así un día tras otro con empático ánimo nos acercamos al personal en un ejercicio de ligue palabrero que no llega a puerto, porque el calor y la masificación tampoco dan para mucho más.

Resistencia física, paciencia y resistencia, dejarse llevar por el tiempo y la ola humana son buenos principios para sentirse el centro de la fiesta, haciendo de la celebración en la calle un escenario donde cada uno de nosotros sigue siendo el rey como en la mexicana canción. Durante doscientos cuatro días hay tiempo para que cada uno protagonice su momentico sanferminero en el que sienta el vértigo y vorágine de una oportunidad única en el mundo.