cada 3 de marzo, la conciencia de la capital alavesa se remueve incómoda. Recuerda que aún hay una herida que sangra y que es difícil que cicatrice, al menos, hasta que se haga justicia. Quizás por ello, miles de gasteiztarras dejan asomar su inquietud por unos hechos que se evocan cada año, desde hace 37, en la fecha reseñada. Tras una pancarta, a veces en silencio, a veces coreando consignas de toda índole, las calles que sirvieron de escenario para el drama de cientos de familias asumen su rol de megáfono de la ciudadanía. Es quizás la única vía de escape, el único altavoz que le queda a la gente para hacer oír su voz y sus sentimientos ante un aparato institucional y una casta política que no oculta su animadversión ante la participación ciudadana.

Iniciativas legislativas populares que llegan devastadas tras ser esquilmadas en los procesos parlamentarios (por ejemplo, la propuesta contra los desahucios en las Cortes españolas o la propuesta para legislar el fracking en la Cámara autonómica de Vitoria) o debates estériles sobre el papel de los vecinos en las políticas municipales son un ejemplo del cada vez más exiguo espacio oficial que le queda a la ciudadanía para dejar constancia de sus iniciativas, de sus resquemores y de sus preocupaciones. Recorrer las calles de Gasteiz o plantarse tras un lema son las fórmulas cada vez más vigentes para proclamar el sentir colectivo que desdice todo tipo de máximas y costumbres sociológicas asociadas al tradicionalismo conservador que se le presupone a una ciudad poco dada a romper los status y convencionalismos pactados entre el tiempo y la tradición.

Es la voz de la calle, que resuena con fuerza. Mala época para retumbar en los mentideros, o la mejor, quién sabe. El caso es que no hay día en el que sindicatos, asociaciones, colectivos sociales o grupos de trabajadores no eleven su voz, su protesta y su reivindicación. Es la única vía que les brinda un tiempo malcriado capaz de cercenar de cuajo las esperanzas y el futuro de generaciones de vitorianos. La crisis ayuda y tinta de rojo y de proletario buena parte de las pancartas que piden con gritos sordos que los mercados o la política les dejen algo fuera de los recortes. Sin embargo, la ciudad no sólo se mueve al ritmo de las pautas de los conflictos laborales y de las consignas sindicales. También lo hace ante proyectos industriales que ponen en jaque a los equilibrios ecológicos de la provincia o ante evidentes síntomas de las enfermedades que afectan a una sociedad que roza el hartazgo.

Ocurrió un 6 de octubre. Digamos que de 2012. La escena dejó atónitos a propios y extraños. Tras una pancarta en la que se podía leer Fracking ez, miles de gasteiztarras tomaron el centro de la ciudad en una manifestación que sirvió de lección a los distintos grupos políticos, remolones para mostrar su negativa a una industria poderosa que poco o nada entiende de valores naturales. La calle La Paz se transformó en un hervidero. Y no de vehículos, sino de gente que decidió salir a la calle para mostrar su postura contraria a la exploración y explotación de los presuntos pozos de gas no convencional que existirían en el subsuelo mediante una técnica, la fracturación hidráulica, que cosecha detractores a millares en buena parte de los rincones donde se ha puesto en marcha. Los manifestantes pedían futuro y salud para sus hijos ante las presuntas consecuencias medioambientales y sanitarias que acompañarían a la citada tecnología.

Pasó con el proyecto para construir una red de alta tensión por comarcas de gran belleza y prevalencia medioambiental, como la Montaña Alavesa. Entonces, la gente también se echó a la calle. En principio, las administraciones no reaccionaron. Sin embargo, con la malla eléctrica, el rechazo popular obró el milagro y forzó a la política a pactar una alternativa menos onerosa para la riqueza ecológica del territorio histórico. Con el fracking las enseñanzas están por aprender. Con Garoña, pese a los reiterados toques de atención de la ciudadanía, también.

En cualquier caso, la ciudadanía sólo pide visibilidad. Un hueco en el que decir lo que piensa. Colectivos de discapacitados como Eginaren Eginez ante las políticas de recortes de la Diputación, la Marcha Mundial de Mujeres cada vez que la sinrazón machista riega con sangre su incapacidad, los estudiantes que ya no ven futuro, los profesionales de la Sanidad que ya no entienden lo de hacer más con mucho menos o Kaleratzeak Stop Araba, cada vez que tienen que retratar a los presuntos responsables de que una familia se quede en la calle por no poder hacer frente a su hipoteca... La calle es su altavoz y un escenario en el que experimentar con los escraches para señalar a parte de los responsables de que la crisis.

Un repaso a la hemeroteca destaca los esfuerzos de buena parte de los trabajadores de Laminaciones Arregui por mantener sus puestos de trabajo. Sus pancartas se han convertido en emblema junto a las de iniciativas como Araba Borrokan o las de los trabajadores del aeropuerto de Foronda, las de la plantilla de Guardian Llodio o las de los comités de empresa de Gobierno Vasco, Diputación y Ayuntamiento de Vitoria. Todos ellos han desfilado por calles y avenidas gasteiztarras, como otros el 1 de mayo o en las huelgas generales contra recortes para socializar los desmanes que han sufrido en su ámbito de relaciones laborales. Igual que los trabajadores del SAD o de la clínica Quirón. Pero, por desgracia, no son los únicos. De hecho, según los datos que obran en poder del Gobierno Vasco, en el primer trimestre del presente ejercicio se han contabilizado la friolera de 158 Expedientes de Regulación de Empleo (ERE) en la provincia.

Estos datos llegan de la mano de otros que explican que Euskadi lidera el número de huelgas. Según un informe de la consultora Adecco, la CAV el año pasado registró 90 conflictos por cada 10.000 empresas.