a Ángel Ochoa de Echagüen el estallido de la guerra le pilló con seis años, y aunque ha pasado ya los ochenta, aún recuerda el miedo que pasaron en el pueblo porque "venían los rojos y decían que mataban a todos". El pequeño Ángel durmió tres días escondido en el pajar de su tío, que con su pareja de bueyes traía cadáveres de la primera línea del frente para enterrarlos en fosas comunes del pueblo. Probablemente participó en el traslado de los cuerpos que ahora, después de que el concejo de Etxaguen, el Ayuntamiento de Zigoitia y el párroco Félix Placer recurrieran a la Sociedad Aranzadi, han salido a la luz.

Junto a la iglesia de San Agustín, bajo lo que tras la contienda fue un campo de cultivo, fueron enterrados más de una decena de milicianos que participaron en la cruenta batalla de Villarreal, la ofensiva en la que el Gobierno Vasco del lehendakari Agirre se jugó el todo por el todo y perdió. Los doce cuerpos desenterrados -hay más, pero están debajo de la actual carretera- pertenecen probablemente a miembros del batallón comunista Facundo Perezagua del Euzko Gudarostea, compuesto principalmente por obreros y mineros vizcaínos. Murieron en combate, probablemente en la zona de Acosta, Zestafe y Eribe, muy cerca de Etxaguen.

En aquellos días de noviembre y diciembre del 36, los nacionales ocupaban Gopegi y las hostilidades se desarrollaban en todos estos pequeños pueblos de las Estribaciones del Gorbea. El Ejército Vasco quería avanzar hasta Vitoria y unirse en Miranda a las tropas que venían de la zona de Villarcayo.

Ayer, setenta y siete años después, bajo una improvisada carpa que apenas protegía de la intermitente lluvia a la comitiva desplazada hasta el lugar, los expertos de Aranzadi presentaban a los medios una profunda y embarrada fosa. Una docena de esqueletos reposaban numerados a la espera de ser trasladados para su análisis forense, varios de ellos con evidentes traumatismos fruto de la muerte en batalla o de haber sido arrojados con violencia a la zanja.

Vestido con ropa de campaña, el director de la excavación, Francisco Etxeberria, mostraba durante el acto de homenaje que se rindió a los fallecidos varias monedas, botones de nácar, un mechero de gasolina, un lapicero de los que utilizaban los milicianos para escribir cartas a sus familias, un trozo de cartera o el cartucho de un fusil Mauser sin disparar. Nada más se sabe de estos soldados, aparte de que alguno apenas tenía veinte años cuando murió. Por ello, la Sociedad Aranzadi va a tratar de extraer ADN de los huesos y, si se obtienen resultados, se tratará de buscar a sus familias, aunque Etxeberria ya advertía ayer de que no quiere generar "falsas expectativas", y de que en todo caso son muchos más los fallecidos en la guerra que permanecerán por siempre en la fosa en la que fueron enterrados. Por ello, homenajes como el de ayer, en el que participaron el Gobierno Vasco, parlamentarios autonómicos y junteros alaveses tiene para Etxeberria un carácter simbólico que debe servir para rendir tributo a todas las personas que acabaron en una zanja durante en la guerra.

reconciliación Esa misma intención tenía Félix Placer cuando canalizó los deseos de "todo Zigoitia" y movió los hilos para desenterrar a los gudaris de Etxaguen. "Para nosotros esto ha sido una labor muy importante de reparación, y sobre todo, de reconocimiento de algo que ha estado prácticamente olvidado por miedo, por discreción, por no herir... Esto ha servido como reconocimiento para los que más sufrieron, que fue sobre todo el pueblo masacrado por una guerra que no tuvo sentido, que fue completamente injusta y antidemocrática por parte de los sublevados", relataba el sacerdote, que entiende la apertura de la fosa como "un camino de reconciliación, de democracia y de libertad".

Zigoitia, recuerda el párroco, "sufrió muchísimo en tiempos de la guerra, una parte estaba tomada por los rebeldes y otra defendida por el Ejército Vasco, y aquí hubo auténticos dramas familiares, no hubo fusilamientos propiamente dichos, pero sí se mató directamente a la gente, hay cantidad de cadáveres perdidos por aquí". Todo aquel drama pervivió en la memoria del municipio alavés, y uno de los lugares donde más pesaban los recuerdos, ocultos por el miedo y al final por el propio paso del tiempo, fue en Etxaguen, precisamente porque se sabía que junto a la iglesia de la localidad había cuerpos humanos, sepultados boca abajo por las tropas franquistas dada su condición de comunistas y, por tanto, ateos.

"Aquí siempre se hablaba de que había una fosa, pero había mucha discreción; nosotros tuvimos paciencia para esperar a que alguien reclamara, porque no sabemos si tienen familiares, es gente muy joven", señala Placer, quien afirma que el acto de reparación de ayer "ha sido una especie de liberación para el pueblo, de sacar algo que estaba ahí".

En Etxaguen "había como un temor a tocar esto, pero se ha hecho y ahora es el primer pueblo de Álava que hace una exhumación de este estilo, esperemos que haya más, y no para levantar heridas, sino para todo lo contrario, para enterrarlas como se debe, en un lugar digno, en un cementerio".

Así se hará. La idea es trasladar los cuerpos, cuando se efectúen las pruebas de ADN, al camposanto de la localidad, donde ya existe otra fosa con cadáveres de la guerra. "A la gente que no era católica la enterraban boca abajo como una especie de ignominia, nosotros lo que queremos es reconocer a toda la gente, sea de una ideología o de otra", señaló el sacerdote, que el día que corresponda colaborará para dar sepultura a los doce milicianos "con toda su dignidad y respetando sus ideas".

Placer explica cómo se ha sondeado a los últimos testigos vivos de la guerra para recabar la mayor información posible sobre lo sucedido. "Todavía queda gente, ayer -por el miércoles- entrevistamos a un señor de 93 años que vivía aquí y que participó en esto, y probablemente, aunque su memoria falla un poco, fue de los que trajo cadáveres a este lugar", explicó el sacerdote.

Cierto, todavía queda gente, poca, pero queda. Ángel pasaba ayer desapercibido entre las decenas de políticos, periodistas y científicos que rindieron homenaje a estos jóvenes muertos en la Guerra Civil, pero era el único de los presentes que vivió aquel horror fratricida en primera persona, y además con la vívida perspectiva de un niño.

Luego creció oyendo las furtivas historias de la guerra, en plena represión franquista, entre ellas la de la fosa de al lado de la iglesia. "Sabíamos que estaban aquí porque había una finca que se labraba, y crecía mucho la hierba, o lo que fuera que sembraran; no lo podían ni cosechar porque crecía tanto que se tumbaba todo y se perdía", rememora el anciano, la segunda persona más mayor de la localidad de Etxaguen. "Hay otro mayor que yo, pero de los demás aquí ya nadie sabe nada. Yo -prosigue Ángel- había oído algo, era muy joven, pero un tío mío me parece que trajo con el carro y los bueyes gente de Acosta".