APENAS unos cientos de metros separan la tranquilidad de Ali del bullicio que ya domina Zabalgana. Cruzar el viejo puente sobre las vías del tren supone adentrarse en un silencio roto únicamente por el canto de los pájaros y el lejano martillear que golpea desde el andamio de la última torre en construcción de Borinkizkarra. Son las once de la mañana cuando asoman por la plaza José Ignacio Fernández de Larrea y Enrique Sáez de Ibarra, dos vecinos, de los de toda la vida de Ehari, como tiempo atrás se llamó el pueblo, antes de ser engullido por la ciudad. Acorralado por el hormigón, Ali es ahora rural y urbano a la par, igual que Betoño y Abetxuko al norte; Margarita, Lermanda y Gobeo al oeste; Arkaia y Elorriaga al este, o Armentia, Aretxabaleta y Gardelegi al sur.

"Uno no sabe lo que es Vitoria hasta que no le expropian", dice jocosamente José Ignacio. El de Ali no es el único caso, aunque sí singular, ya que lleva cinco décadas perdiendo terreno en favor de la capital. "Su decrecimiento ha ido en paralelo al crecimiento de Vitoria". Y, salvo Arriaga, que desapareció de forma "brutal" del mapa, ningún concejo ha sufrido tantas incursiones, una detrás de otra. La primera allá por la época del alcalde franquista Mongelos. "Ahora, como ya no pueden quitarnos nada, porque no nos queda más suelo, nos dejarán en paz", argumenta.

Y es que el pueblo de Ali llegó a tener una superficie, "igual de hasta diez kilómetros". A día de hoy, el Ayuntamiento apenas contabiliza un puñado de casas, el resto las ha incluido en el callejero de Gasteiz. Tanto es así, que sus tierras de cultivo llegaban hasta la Avenida: "Me acuerdo que mi abuelo ya hablaba de la pieza de Cruz Blanca", rememora José Ignacio. Fue entonces -explica el presidente del concejo- cuando comenzaron las expropiaciones. "A cambio les dieron las primeras viviendas que se levantaron detrás del Europa", apunta Enrique. Más allá, los campos de cereal, patata y remolacha sembraban el suelo de Ariznabarra, parte de Armentia y Zabalgana. Pero también Sansomendi, Gazalbide, Txagorritxu... Casi hasta el Gobierno Vasco, lo que viene a ser Lakua 05.

En Ariznabarra cada uno vendió a su antojo, pero en Txagorritxu y Gazalbide sí que expropiaron. Después llegó Cuerda y en Zabalgana "tenía intención de hacerlo a 900 pesetas cuando había constructores que ya habían comprado por hasta 2.000 y 4.000... Porque aquí también se arruinó mucho contratista, eh". Finalmente no fue así, se resistieron y años después, el Ayuntamiento enmendó, así que quienes vendieron salieron ganando. "Esto era el oro", ironiza Enrique. La diferencia está -explica José Ignacio- en si te expropian o tienes margen para negociar, y en Zabalgana lo hubo, porque el Ayuntamiento decidió liberalizar el suelo para poner en marcha toda la política de vivienda que arrastra desde entonces. "Se hizo mejor".

ORGULLO E IDENTIDAD Asombrosamente y a pesar de todos los cambios, las gentes de Ali han conseguido que el pueblo mantenga su fuerte identidad -como Abetxuko-. "Siempre hemos sido kakiturris, nunca babazorros", sonríe Enrique en referencia al gentilicio, un pelín peyorativo, con el que se conoce a los de Ali. "Queremos que siga siendo un pueblo", asiente con el ojo puesto en los bloques y bloques de pisos que cada día recuerdan que Ehari, un pueblo de 133 habitantes, ha quedado definitivamente enclavado en la urbe. Esto lleva a sus vecinos incluso a añorar el pasado, sobre todo a los más mayores. "Si muchos regresaran ahora se volverían a marchar", comenta Enrique, el más veterano. "Ya lo creo, a mí se me ocurrió un día dar un paseo a mi madre por Zabalgana y salió espantada..., no dejaba de decir pero qué es esto".

Aun así, ambos reconocen que estar en la capital tiene su parte buena. Es cómodo y les permite beneficiarse de servicios que de otra forma no tendrían. "Eso sí, los hemos pagado, y con creces; no nos han dado nada gratis", recalca el presidente de la junta. "Pero si siempre hemos estado en Vitoria -puntualiza Enrique-, es cierto que cuando éramos pequeños, no había autobús pero tampoco en Vitoria; llegó después, con la Azucarera". Igual que la acometida de aguas: "Eso fue en la época de la Mercedes, tendría siete años o así". Y es que más de seis décadas de vida dan para ver muchos cambios. Si Enrique echa la vista atrás en el tiempo le vienen a la mente largos días de juegos con los amigos en cualquier campa de Zabalgana, esas mismas a las que, curiosamente, sigue acercándose ahora con la cuadrilla para tomar un pintxo-pote. También se acuerda de aquellos días de vacaciones que pasaba junto al Seminario. "Era nuestro patio de juegos". Además, los seminaristas -llegó a haber 3.000- les colaban dentro y allí tenían la posibilidad de ver cine y teatro. "Y hasta ha salido algún cura del pueblo". En aquellos años vivía en lo que después fue Sansomendi, y cuando lo tiraron todo se trasladó con sus padres y hermanos "a esta parte", al igual que otras muchas familias de labradores. "La gente obrera se quedaba al otro lado", distingue.

Porque en Ali, además de cultivar cereal, patata y remolacha e, incluso echar vacas de leche a medida que se iban quedando sin tierras que labrar, fábricas como Mercedes y la Azucarera fueron un revulsivo. Había que ganarse la vida "y algunos llevábamos el campo y la fábrica". Eran otros tiempos. Llegó a haber hasta 25 agricultores; ahora sólo queda José Ignacio y tiene que irse fuera, a otros pueblos porque en Ali ya no queda suelo que labrar. También tenían carnicería, pescadería, frutería, panadería y dos bares, todavía abiertos. Por haber había hasta jóvenes: "Nos juntábamos veintitantos para ir a fiestas de Vitoria". Ahora, la mitad de los vecinos está jubilado.

Apenas se ven niños, ni padres de familia, aunque a muchos de los que se han ido les gusta volver de vez en cuando: "Como a mi hijo, que se encarga cada año de organizar las fiestas". Otra seña de identidad de Ali, la verbena por San Martín. "Si no fuera por ellos...", comenta su compañero de concejo. José Ignacio no esconde su enfado porque el Ayuntamiento les ha retirado este año la subvención para organizar los festejos. "No nos dan ni un euro".

tensas y tirantes relaciones La relación con el Ayuntamiento siempre ha sido tirante, tensa, con los sucesivos gobiernos, porque "sólo venían aquí cuando querían suelo", reprocha. Así que los de Ali están acostumbrados a pactar, a negociar y gracias a ello han obtenido mejoras como el soterrado del cableado, el arreglo de la sociedad... aunque no el frontón. "Y estaba dibujado hasta en los planos", ríe José Ignacio. Pendiente está también desde hace doce años que el Ayuntamiento les ceda el pabellón agrícola de Pablo: "Uf, eso lo firmamos con Alonso (...) Durante años no han querido dejárnoslo, y no hemos tenido noticias hasta hace poco, después de que el pedrisco destrozó el tejado va y nos dicen que nos lo ceden... Andaaa, arréglalo tú y luego ya hablaremos". El concejo tampoco olvida algunas de las "aberraciones" urbanísticas cometidas "hace nada", como la licencia concedida para un moderno chalé enclavado entre dos caseríos y la iglesia.

Salvedades aparte, Ali luce coqueto, sus calles se ven cuidadas y limpias y se han rehabilitado muchas viejas casonas, incluso han abierto las puertas y ventanas del palacio. Las antiguas escuelas, separadas en un edificio para los chicos y otro para las chicas -como era costumbre de la época en todos los pueblos de Álava-, son ahora dos sociedades gastronómicas. "Íbamos a la escuela del pueblo y muchos años después llegamos a montar una ikastola, privada, con hasta 300 chavales matriculados: la ikastola de Ali, narra Enrique con orgullo. Con el tiempo dejó de existir y los escolares pasaron a ocupar las aulas de Abendaño y Barrutia. También hubo en Ali una peña ciclista y un club de deporte rural. "Todo lo que se ha hecho en el pueblo es porque nos lo hemos peleado; en eso hemos sido un poco borrokas". Inquietos, más bien. También ahora, cada vez que el Ayuntamiento intenta tocarles lo suyo se mantienen peleones. Y alerta. Por si acaso. "Aunque ya no tenemos nada más para que nos quiten".

Asomados al balcón de Ali, José Ignacio y Enrique contemplan Zabalgana y dirigen su mirada hacia el viejo puente peatonal -ahora arreglado- que cruza el tren. Unas vías casi invisibles para los vecinos, ya que siempre ocuparon terreno agrícola. Ya no se soterrarán, pero a cambio Vitoria les ha prometido una pasarela para acercarles más a Zabalgana, a la ciudad, a ese gigante que a base de crecer y crecer ha acabado por engullir su terreno, que no su orgullo e identidad. Para bien y para mal.