PROBABLEMENTE no haya mejor termómetro que un quiosco de prensa para calibrar el estado de salud de los medios de comunicación. Y probablemente tampoco nadie como un quiosquero para medir con relativo acierto la temperatura de la calle. Al fin y al cabo, sus vidas en poco difieren con las de un notario o un padre confesor, siempre presentes en el devenir diario de los miles de ciudadanos que pasan o visitan cada uno de sus establecimientos. Si la euforia colectiva triunfa, póngase por una victoria épica del Baskonia, para ellos la gloria. Si por contra Chipre pincha y declara el primer corralito de la Unión Europea, las ventas se desploman. Así es este negocio. Tan vital como esclavo. Un reflejo del estado de ánimo de sus ciudadanos que raras veces se equivoca. Lo dicho: un fiable termómetro social. Sin embargo a la maquinaria de este negocio hace ya tiempo que le falta una velocidad. Un cambio. Por eso el peligro de extinción es una realidad irrefutable. La próxima generación, aseguran sus profesionales, es probable que no vuelva a ver un establecimiento de este tipo. Porque ni los quioscos son ya lo que eran ni los quiosqueros se pueden ganar la vida aliándose sólo con el papel. Salvo en contadas excepciones, la gran mayoría de los integrantes de este sector ha tratado de buscar refugio en la diversificación empresarial, es decir, convirtiendo sus locales en bazares de servicio público con venta de otros productos, como pan, bollería, chucherías o helados, además de periódicos y revistas. Los que en cambio se han resistido a ello, los nostálgicos, afrontan con resignación el final de sus largas carreras siendo conscientes de que no habrá próxima parada. Es el precio por conservar la esencia de un negocio que parece tener las horas contadas. El tiempo dará o quitará razones sobre el particular.

Sabor añejo

El olor a tinta de El Globo

Este mal endémico afecta por igual a todos los profesionales del papel, tanto a los que generan los contenidos editoriales como a los que los distribuyen, léase quiosqueros. Y Vitoria no es una excepción. En un intento por comprobar el estado actual de este colectivo, DIARIO DE NOTICIAS DE ÁLAVA ha recorrido el centro de la capital en busca de estos supervivientes, algunos de ellos reliquias del pasado que siguen destilando el mismo olor a tinta que hace un siglo. Es el caso, por ejemplo, de El Globo, situado desde hace casi un siglo en una de las esquinas de la Plaza España. Cruzar el dintel de su puerta es un viaje al pasado. Es un local que ya va por su quinta generación y que hoy comandan dos hermanos, Paco y María del Mar Ezquerra, hijos de Florencio y biznietos de Pedro Alonso, el hombre que lo empezó todo. Uno de los primeros quiosqueros de la Vitoria de 1880.

Ha llovido mucho desde entonces, pero la venta de periódicos y revistas en este local no difiere mucho de la de antaño, lo que da una idea del recelo de sus actuales propietarios al cambio, quizá a la modernidad. Y por si hay alguna duda, ahí está el vetusto establecimiento, con su luz tenue y sus desvencijadas estanterías, sobre las que un día solían descansar también algunos libros. Aquellos eran tiempos de exploración, de búsqueda de nuevas vías de negocio además del periódico que, sin embargo, no cuajaron, por lo que el papel quedó como santo y seña de este histórico despacho de prensa.

A pesar del goteo continuo de clientes de toda la vida, compradores fieles de prensa diaria, el futuro de El Globo no llama al optimismo. "Mi hermana y yo representamos la quinta generación de quiosqueros, pero es seguro que no habrá sexta, al menos con este modelo de negocio", sostiene al otro lado del mostrador Francisco Ezquerra.

Ese modelo al que se refiere es el mismo que mantienen locales como el de Jorge Fernández de Pinedo en la calle Dato: dedicación exclusiva a la venta de periódicos y revistas. Puede que antaño, cuando el sector era cosa de unos pocos, esta fórmula diera para vivir, pero hoy en día resulta extraordinariamente difícil. La proliferación de vendedores y caída generalizada de las ventas (en torno al 50% en la última década) son dos ejemplos, pero hay otros, y más importantes, como la de los potenciales compradores de prensa escrita, una rara avis en franca recesión. "No hay relevo generacional para la prensa tradicional y así es muy difícil sobrevivir", sostiene Pinedo, nieto e hijo de quiosqueros desde 1950.

Legado urbanístico

El único quiosco en la calle

Siempre ubicado en esta céntrica arteria vitoriana, su quiosco también es un buen termómetro de la actividad empresarial de la zona centro, "descafeinada" desde que la Caja Vital y varias entidades bancarias desaparecieron de aquí o desde que el Ayuntamiento anunciara su marcha a San Martín, explica. Así que lo suyo es aguantar. Seguir madrugando y continuar cuidando al cliente-amigo de toda la vida como si fuera el primer día. "Hay algunos que vienen todos los días desde hace 30 años y ese tipo de momentos son los que dan sentido a mi negocio", se felicita Pinedo. Y con todo, no es seguro que autónomos como él puedan jubilarse como quiosquero. Así están las cosas.

Y así las ve también otro colega de la calle Prado, Pedro Elejalde, propietario del único quiosco pegado al asfalto que existe en Vitoria. Se trata de una herencia urbanística que en sus inicios se ubicaba en la plaza de la Virgen Blanca y después en la Plaza General Loma, antesala de la, de momento, última parada en la esquina de Prado con Becerro Bengoa, un lugar hasta no hace muchos años estratégico por el enorme tránsito de tráfico y personas que registraba. "Abríamos a las cinco de la mañana porque de aquí salían los autobuses para Forjas y otras empresas, y claro, vendíamos todo", explica Elejalde -tercera generación de este negocio familiar- mientras atiende a un grupo de escolares de un colegio cercano que han aprovechado el descanso para reponer fuerzas. "Si al menos éstos compraran el periódico aún podría ver el futuro de otro modo, pero tal y como están las cosas, con el intrusismo que hay en este sector donde cualquier puede vender prensa, lo voy a tener muy mal para jubilarme", lamenta este joven.

Hasta entonces, al igual que Pinedo y Ezquerra, sólo cabe resistir. Echar todas las horas del día posibles al negocio, soportar el frío cuando toque y el calor cuando llegue, y "rezar para que se produzcan buenas noticias, que aunque poco, algo se nota en las ventas", ironiza.

El último mohicano que este periódico ha visitado en el centro está en la calle Florida y es probablemente el más industrial de todos.

best press

El modelo más industrial

Se trata de Best Press, enseña también de referencia en Vitoria con 25 años de trayectoria y más de 4.000 referencias editoriales sólo en revistas. Al frente del negocio se encuentra Manolo Gómez Crespo, un tipo peculiar estrechamente ligado al mundo de los maratones -ha corrido hasta la fecha 53- y que en sus inicios profesionales se decantó por estudiar una ingeniería técnica, carrera que compaginó con el reparto de periódicos en bicicleta en el quiosco de unos amigos para poder costearse los estudios. Cumplido con brillantez este trámite académico, diseñó un año después como proyecto de fin de carrera un revolucionario sistema vinculado a la domótica que, para su mala suerte, fue a parar a las manos que no debía. Así que aquel desengaño, y el hecho posterior de que la familia ya había aumentado, le hizo decantarse finalmente por el negocio de la venta y distribución de prensa, y dejar de lado su sueño de juventud. "Había que comer", resume sentado hoy en la oficina de su establecimiento, que emplea a siete trabajadores y abre todos los días del año desde las 4.15 de la madrugada. "No hay otra fórmula si quieres que tus clientes reciban el periódico a primera hora de la mañana, que es como tiene que ser", explica. Ejemplos como el suyo resumen la nueva esencia del negocio, sólo recomendable para quiosqueros todoterreno capaces de enfrentarse a una tarta cada vez más pequeña que, sin embargo, cada día tiene más invitados. Un negocio castigado por la crisis del papel al que los nuevos dispositivos móviles intentan dar la puntilla. Un objetivo peliagudo al que los cuatro escuderos de esta historia quieren plantar batalla. Cada uno a su modo, con sus armas, pero con un fin común, preservar la esencia del papel y el vicio del olor a tinta. Porque como asegura uno de ellos: "Siempre habrá historias que merezcan la pena ser contadas".