aLGUNA vez se me había pasado por la cabeza cómo iba a ser la entrada en Jerusalén. Pocas, la verdad, porque desde el primer día me puse como objetivo el siguiente, pero alguna vez pensaba en la llegada. No sabía cómo iba a ser. Pero en ningún momento se me pasó por la imaginación que iba a atravesar la puerta de los leones bajo un arco formado por los bastones montañeros de los guipuzcoanos del alzhéimer cantándome el Txoria Txori de Mikel Laboa. Ni que por ahí iba a aparecer un judío cabal como Jim Hollander, sanferminero visceral, para ponerme un pañuelo rojo al cuello. Ni en el mejor de mis sueños había pensado en eso.

270 días, con sus noches, desde que el 18 de marzo pasado salí de Finisterre sin saber muy bien si iba a durar 300 kilómetros. 6.480 horas en las que he tenido el privilegio de atravesar once países y conocer a infinidad de personas que no creo que sea capaz de olvidar, aunque me ataqué el alemán ladrón de recuerdos. Un absoluto privilegio aunque no haya podido recorrer todo a pie, algo que me molesta, pero cada vez menos. Al principio era mi viaje, pero después hay que bajarse del caballo y ser consciente de que estaba representando a muchísima gente que lo pasa muy mal. Había que llegar, por lo civil o por lo militar. Con dedo o sin dedo. Con pasaporte o sin pasaporte. Con mochila o sin mochila. Con mordisco de perro o sin mordisco. Y llegué, bien acompañado, con dedo, con pasaporte, con mochila y con mordisco. Porque ya es triste que después de atravesar Bosnia en medio de una jauría permanente de chuchos callejeros hambrientos me fuera a dar un bocado un perrillo de chichinabo turco al que fui a acariciar. c'est la vie.

Nueve meses de camino. Nueve meses de experiencias. Nueve meses comprobando una y otra vez cómo se nos llena la boca de palabras grandilocuentes sobre nuestros mayores, pero somos incapaces de pasar de las palabras a los hechos. "Sí, ya, pero, son ya viejos", es el resumen interiorizado de todas las sociedades por las que he atravesado. Los viejos no venden, pero habría que contestar: "Sí, ya, pero son nuestros viejos; los nuestros". Harán falta decenas de miles de kilómetros más para que la opinión pública empuje con tal fuerza que los políticos no tengan otra que rendirse a la evidencia, pero se conseguirá. Poco sabía del alzhéimer al empezar, poco sé ahora, pero tengo claro que si hay alguna causa pérdida, esa es la de nuestros mayores. Por eso merece la pena lucharla. Ponerse una camiseta del Che Guevara es sencillito, viste mucho, tiene rollito romántico. Defender a nuestros viejos tiene mérito.

Desde el Muro de las Lamentaciones, el cuarto de estar de los que profesamos la religión osasunista, desde el Santo Sepulcro, desde la Vía Dolorosa, desde la Explanada de las Mezquitas, desde ese centro del Mundo, Bilbao aparte, que conforma esta ciudad explosiva que es Jerusalén, epicentro de todas las pasiones, de todas las mezclas y de todos los problemas que en la historia ha habido y habrá, solo me queda agradecer el apoyo de multitud de gentes a lo largo de estos meses y acordarme, una vez más, del sabio dicho de Bob Dylan de trata bien a los que te cruces en la subida porque antes o después te los cruzarás en la bajada. Gracias y salud.