El auge imparable de las nuevas tecnologías, un fenómeno que va camino de cambiar de forma irremediable nuestra manera de relacionarnos, al abrir unas posibilidades de comunicación casi infinitas, inimaginables hasta hace unos años, esconde también, como casi todas las invenciones humanas, un reverso oscuro y tenebroso, un terreno abonado para que personajes sin escrúpulos se entreguen al insulto, el acoso o la maledicencia.
El acceso masivo a Internet y la sensación de impunidad y anonimato que ofrece la Red han provocado un aumento exponencial del número de denuncias por amenazas, calumnias e injurias, hasta el punto de que, según fuentes de la Policía Nacional, la mitad de estas conductas delictivas se cometen ya en las redes sociales y han pasado a ocupar el tercer puesto de los casos abiertos por la Brigada de Investigación Tecnológica.
La inmediatez con la que se transmiten los contenidos en Internet y su incontrolable difusión han agravado sin lugar a dudas el alcance y la gravedad de estos delitos -cuyas repercusiones, en un mundo globalizado en el que la información, veraz o no, corre como la pólvora- se antoja imprevisible. En los últimos meses han saltado a la prensa numerosos casos de personajes famosos que han sufrido amenazas de muerte, insultos o intentos de secuestro de sus cuentas de Twitter. Pero, más allá de la repercusión que estos hechos encuentran en los medios, basada exclusivamente en la notoriedad de los afectados, nos encontramos frente a una situación padecida por multitud de usuarios anónimos, que a menudo se encuentran indefensos ante las proporciones que adquiere hoy en día cualquier hecho u opinión por obra y gracia de Internet
Junto a los delitos clásicos antes citados, perfectamente tipificados en el Código Penal, y que por lo tanto pueden ser investigados y perseguidos con relativa facilidad, la aparición de las redes sociales ha provocado el surgimiento de nuevas prácticas fraudulentas, como la suplantación de identidad o la creación de perfiles falsos, que sin comportar de momento consecuencias penales (salvo que impliquen vulneración de datos personales o del derecho al honor, a la intimidad y a la propia imagen), deberían estar sujetos a una reglamentación específica que, al menos en España, todavía no se ha abordado.
responsabilidad Salvo en los casos de delitos flagrantes, en los que la Policía y la Justicia pueden intervenir sin grandes dificultades, lo cierto es que, a día de hoy, los responsables de las redes sociales, amparándose en las condiciones de uso que ellos mismos han establecido unilateralmente, declinan cualquier responsabilidad sobre los contenidos colgados por los usuarios. Disponen además de un margen de maniobra tan amplio que ni siquiera tienen la obligación de borrar perfiles falsos o contenidos que se hayan denunciado como inapropiados. Aunque se comprometen a investigar todas las denuncias, la decisión final, de no mediar delito, queda sujeta al criterio (siempre subjetivo, y tal vez arbitrario) de quienes gestionan el servicio.
¿limbo legal? Facebook y Twitter son empresas cuya sede se encuentra fuera de territorio español, una circunstancia que complica extraordinariamente su estatus legal. A día de hoy, expertos en Derecho siguen sin ponerse de acuerdo sobre si Twitter debe someterse exclusivamente a la legislación de EEUU, donde tiene su sede, o su actividad también se ve afectada por la jurisprudencia española, ya que también presta sus servicios en este país. Dejando a un lado complejas disquisiciones legales, y a efectos prácticos, este hecho tiene repercusiones que los usuarios deberían conocer.
Por ejemplo, cuando se presenta una denuncia por un delito cometido en Twitter, es aconsejable solicitar que los hechos sean investigados por la Brigada Tecnológica de la Policía o el Grupo de Delitos Telemáticos de la Guardia Civil. Esta recomendación obedece a que Twitter solicita que la denuncia vaya acompañada de alguna prueba que acredite su veracidad. Dirigirse directamente a Twitter, que no tiene presencia física en Europa, es arriesgado, ya que no hay garantías de que las gestiones prosperen. Acudiendo a la Guardia Civil o la Policía Nacional se evita este problema, ya que ellos actúan como fedatarios y atestiguan la veracidad de los hechos. Es importante tener en cuenta que, para que una reclamación por la publicación de contenidos injuriosos prospere, es necesario que el ofendido interponga una querella contra el presunto autor.
Aunque el Código Penal establece en su artículo 211 que las injurias realizadas con publicidad serán merecedoras de una pena mayor, lo que podría abrir una puerta a la imposición de condenas más severas, dado el inmenso poder de difusión de Internet, de momento parece una posibilidad remota. Al incorporar esa cláusula que desliga los contenidos aportados por los autores de las plataformas que los reproducen o distribuyen, las redes sociales se blindan de nuevo ante la ley.
Aunque resulta innegable que la responsabilidad primera y última es siempre de quien comete el delito, de quien aprovecha las posibilidades que brindan las nuevas tecnologías para injuriar o lanzar infundios, y que seguramente, como en otros órdenes de la vida, el origen del problema esté en la falta de educación y el escaso respeto que demostramos por nuestros semejantes, algo que ninguna ley va a resolver, tal vez haya llegado el momento de abrir un debate sobre si las redes sociales tienen alguna responsabilidad en la multiplicación de los delitos contra el honor. Se trata sin duda de una cuestión compleja y delicada, con múltiples implicaciones éticas (la regulación puede derivar fácilmente en censura) y legales (los contenidos, también los injuriosos, llegan a cualquier rincón del planeta, pero cada país cuenta con una legislación diferente).
La política adoptada por las redes sociales de declinar toda responsabilidad sobre las opiniones que emiten los usuarios también presenta aspectos bastante dudosos, desde el momento en el que ni siquiera piden unos requisitos mínimos para darse de alta, una circunstancia impensable a la hora de contratar cualquier otro servicio. El afán por reclutar usuarios a cualquier precio -con el consiguiente aumento de ingresos publicitarios- sin cerciorarse siquiera de su existencia, sin solicitarles que acrediten su identidad, no parece indicar que estas redes muestren una especial preocupación por la responsabilidad social y las consecuencias de su actividad.
Por otro lado, tampoco se pueden obviar otras cuestiones de carácter técnico que complican aún más el debate. Parece evidente que supervisar los miles de mensajes que circulan diariamente por estas redes es una tarea imposible. Y, de resultar viable, a buen seguro que daría pie a acusaciones de censura.
Twitter ya desató una polémica hace unos meses al anunciar su intención bloquear ciertos contenidos que, según dijeron, en un enunciado calculadamente ambiguo, "violen normas o creencias en determinados países". No fueron pocos los que vieron en esta decisión el comienzo de la censura en las redes sociales y un nuevo cerco a la libertad de expresión en Internet. El tiempo lo dirá, pero mientras tanto, convendría reflexionar también sobre el uso que estamos haciendo de esa libertad.