Wajir se ha llenado de niños. Situada en el noreste de Kenia, a tiro de piedra del pico donde se juntan Somalia y Etiopía, la ciudad de Wajir se revuelve por el calor y la falta de lluvia que azota la región. En algunas zonas no llueve desde hace veinte meses. Por eso los nómadas están enviando a sus hijos a la ciudad. "Se les mueren los animales y no tienen más opción. Si tienen algún familiar en la ciudad, le envían a sus hijos para que al menos estén en un lugar donde hay agua", explica Hibo Bishar. Menuda, de ojos negros y pestañas largas, Hibo trabaja de enfermera en el hospital de la ciudad y le pone tanto empeño a su trabajo que parece que no le importa el olvido al que está condenada la zona. Pero sí le importa. "Aquí la ayuda llega a cuentagotas, estamos un poco olvidados. Más aún que el resto incluso", se resigna con un asomo de rabia en su voz. La crisis humanitaria en el cuerno de África ya afecta a 13,3 millones de personas, que necesitan asistencia humanitaria. Pero aunque la conciencia del mundo se encogió con las imágenes de refugiados que llegaban desde Somalia a los campos etíopes y kenianos tras días de travesía y huyendo de la guerra y el hambre, no son el único rostro del drama que golpea la zona. La sequía, el desgobierno de los políticos locales y el olvido internacional tiene más víctimas: sólo uno de cada 15 afectados con necesidad de esa ayuda es refugiado, el resto es gente local, que vive en esa tierra desde hace generaciones. Y se les está desmoronando su realidad. En apenas unas semanas, Nuria Maalim se ha convertido en abuela de una legión. Vive a las afueras de Wajir con su marido, sus tres hijos y otros doce niños. Son los hijos de familiares pastores. Comen lo que pueden, pero su mirada se oscurece cuando se le pregunta cómo lo hacen para beber. El pozo, que antes daba 600 litros a la semana, ahora apenas da cuarenta. "Además muchos vecinos nos piden agua y no tenemos para todos. Así no podemos continuar mucho tiempo", dice. Pide a una de sus hijas mayores que ponga en imágenes esa dificultad y la niña lanza un cubo atado a una cuerda dentro del pozo. Se escucha cómo rebota con las paredes pero no se oye el chof. Apenas saca un hilo de agua y tiene que repetir la acción varias veces para llenar una garrafa.
Abdurahman Alasso observa la escena desde el otro lado de las zarzas. Una hilera de arbustos con espinas separa su casa de la de Maalim. Quiere que alguien escuche su historia. "Tenía 35 vacas y 50 cabras, no hay agua y sólo me quedan éstas", dice. Señala a una vaca y dos cabras estiradas bajo la sombra de una acacia. Es todo lo que le queda de su rebaño. Su pozo está seco del todo y en su casa son 33. "Hermanos y primos han enviado a sus hijos aquí, pero no hay agua y tendremos que hacer algo. Si no llueve pronto, será difícil", dice.
sin agua De nuevo en el hospital de Wajir, Hibo ve las consecuencias de las nubes secas. Nos presenta a Barey Mohammed, que apenas nos dirige una mirada tímida y abraza a su hijo Dekow Hussain, de dos años, como si quisiera protegerlo o protegerse. En la pared, hay pintado un niño regordete que juega con una mariposa azul. El niño mira en esa dirección pero no presta atención a los colores chillones. Mira la pared, sin más. Hace un mes, a Barey se le acabó la comida -vivía a unos 15 kilómetros de la ciudad- y a su hijo se le hinchó la barriga. "Mi marido, mis hijos y los animales están allí esperándome. Tengo que ir allí", dice. El pequeño ha mejorado mucho pero las enfermeras se resisten a dejarle ir. "Si les damos la comida necesaria para que se recupere, nos arriesgamos a que la compartan con sus animales también, para evitar que mueran y el niño podría recaer", explica Lidia, que nos observa desde hace rato desde una esquina. No hay ni una pizca de reproche en su voz. Se trata de sobrevivir y, para los pastores nómadas, su supervivencia está ligada a la de sus animales como si les uniera un cordón umbilical.
La crisis del cuerno de África ha dado un golpe mortal a esa forma de vida milenaria. En Garbatulla, unas cuántas horas de 4x4 y polvo más al sur, una montaña de huesos dibuja la situación. A unos doscientos metros de un abrevadero donde se apelotonan a la desesperada cabras, mulas y un camello, están los restos de los animales que no han resistido más. Jamal Juma podría considerarse afortunado porque aún le quedan cien cabras. Sólo se le han muerto 200 en los últimos meses. Aunque tiene para comer, su problema es que la sequía le ha dado un navajazo a su futuro. "No hay negocio. Los precios han subido muchísimo y no ganamos dinero. De mis cuatro hijos, dos han tenido que dejar la escuela porque no puedo pagarla", dice.
En gran parte del cuerno de África la sequía no se traduce en una emergencia como la que salpica los campos de refugiados. La tragedia de las familias somalíes que huyen del fundamentalismo de Al Shabab, milicia fundamentalista ligada a Al Qaeda, la guerra y la miseria, es urgente y brutal. El drama es ese también. Pero en el resto del cuerno de África la crisis es una losa para el futuro. Miles de personas han perdido sus animales y se han arruinado en pocos meses: en un año, el precio del maíz ha subido en Kenia un 85% y en Somalia se ha multiplicado por dos.
En el camino de regreso, nos cierra el paso una manada de unos treinta camellos. Nicholas G. Mwenda, responsable de seguridad alimentaria de Acción Contra el Hambre en la zona, señala a uno de los animales. El que tiene las costillas más pegadas a su panza y un pellejo torcido por joroba. "¿Ves ese? -dice Mwenda-, será el primero en morir. Y cuando se muere el camello es un gran problema. Es un animal hecho para el desierto. Y si el camello muere, el hombre muere".