vitoria
s ekou Jabateh tiene la mirada de un anciano y tan sólo cuenta con 32 años. Todo porque le tocó nacer en el lugar equivocado y en el momento equivocado. Y es que a Sekou le robaron la infancia y se convirtió en hombre a los 11 años. El mismo día en que salió a pasear con sus tres hermanos cerca de su ciudad natal en Liberia y se topó con el destino en forma de tropa mercenaria. A partir de ese momento, su vida cambió. Se aceleró y pegó un salto de diez años.
Corrían los años 90 y hacía poco que en este país africano se había declarado una guerra civil. La historia de nunca acabar en muchos lugares de este continente que se obvian a nivel internacional porque no interesan económicamente. El conflicto se inició a finales de 1989 y en septiembre de 1990 el entonces líder político Doe fue depuesto y asesinado por las fuerzas de la facción liderada por Yormie Johnson y miembros de la tribu Gio. Como condición para terminar con el conflicto, el presidente provisional Amos Sawyer dimitió en 1994 dejando el poder en el Consejo de Estado. Charles G. Taylor fue elegido presidente en las elecciones de 1997, tras liderar una sangrienta insurrección.
Y, en este trágico contexto del que nadie apenas supo nada, a Sekou le hicieron hombre. Porque él dejó de ser un chaval el mismo día que en aquel camino tuvo que mentir acerca de sus raíces para no morir "con el cuello cortado a cuchillo" por las guerrillas opositoras. Y pasó a ser adulto cuando a los pocos días llegaron a su pueblo y tuvo que asistir al asesinato de su padre y sus dos hermanas. "Lo hicieron delante de mí y ni siquiera pude llorar porque si hubieran sabido que era mi familia yo también habría muerto", lamenta.
Sin embargo, paradójicamente, se siente afortunado porque no ha pasado a ser un niño olvidado, uno de los muchos que allí murieron junto a él y de los que nunca nadie hablará ni se acordará jamás. De los que pasaron por la vida sólo para asistir a su peor cara y despedirse por la puerta de atrás. Y es que se calcula que en Liberia hay unos 21.000 niños soldados que utilizaron todas las partes en conflicto, tanto el exgobierno de Liberia como los dos grupos armados de oposición. Chavales, en algunos casos de tan sólo siete años, que fueron obligados a luchar, a portar munición, a preparar comida o a llevar a cabo otros cometidos en función de las necesidades y habilidades. En el caso de las chicas, a ser meros objetos sexuales.
armado y peligroso En muchas ocasiones, malogrados aún más por las drogas y el alcohol que se les ofrecía junto a un mínimo adiestramiento para enviarlos directamente a la línea de frente. Ese momento también lo recuerda Sekou como si fuera hoy mismo. "Estuvimos dos años andando con ellos hasta llegar a la capital donde el conflicto se hizo peor. Fue muy duro porque éramos pequeños y estábamos muy cansados. Pero fue mucho antes, a los cuatro meses de cogerme, cuando pensaron que ya estaba preparado para coger un arma y pasé a la zona de guerra", recuerda.
Entonces comenzaron sus principales quebraderos de cabeza. Su hermano mayor había logrado escapar y él ya no podría cuidar de sus dos hermanos pequeños, que permanecían en la retaguardia al contar sólo con 7 y 4 años. Fue en ese momento cuando empezó a urdir el plan para proteger a su familia. "Decidí que cuando llegáramos a Monrobia intentaría escapar con ellos a casa de mi tío", explica.
Y ese día llegó. Una fecha que él tiene grabada a fuego en la memoria. El 15 de octubre de 1992 sus ojos divisaron la capital liberiana y la llama de la esperanza se reavivó. Los tres hermanos lograron sobrevivir al infierno de las guerrillas y Sekou pudo llevarlos hasta donde estaba el familiar. Allí se refugiaron. La alegría no duró demasiado. En cuanto uno de los otros grupos llegó al barrio y le descubrieron, la espada de Damocles volvió a pender sobre su cabeza. "Yo les dije que los otros nos habían obligado a hacer la guerra pero no me creyeron y me encerraron en una habitación pequeña. Cada día sacaban a alguno de allí para matarlo", afirma. Y sus ojos parecen mirar al infinito, como si viviera de nuevo aquel olor a cerrado y a miedo que se respira en las guerras civiles y que ningún niño debiera nunca conocer.
Pero el destino dio otro respiro a Sekou cuando un compañero intercedió por él. No obstante, esta segunda oportunidad llegó también en forma de arma. "Yo no quería luchar pero ellos dijeron que ésa era mi única opción, así que lo hice", comenta resignado. Poco después llegó el final del conflicto con las elecciones de 1997 en las que Charles Taylor salió elegido y dedicó parte de sus esfuerzos a reprimir a las etnias opuestas a la suya. Y el calvario se reanudó. Incluso la comunidad internacional tuvo que poner freno a las tropelías del nuevo mandatario, que finalmente se asiló en Nigeria.
Pero la sed sanguinaria de sus seguidores continuó. "Pensaban que la culpa había sido nuestra así que siguieron atacándonos. A un compañero mío le cogieron en la calle y le encontramos a los dos días en la playa con el pene, las orejas y la lengua cortadas. Además le habían fustigado. A mí me fueron a buscar a casa y mi madre me dijo que buscara un sitio para refugiarme. Tuve que dejar allí a mi mujer y a mi hijo de un mes para esconderme en el puerto donde trabajaba", asume resignado.
huida en barco Allí se coló en el primer barco que zarpó con el objetivo puesto en Guinea Conakry, donde estaba la familia de sus madre, y sobrevivió tres semanas a base de una especie de polenta. Hasta que un tripulante le descubrió y le llevó ante el capitán al que explicó su caso. "Cuando llegamos a un puerto de aquí que todavía no se cuál fue me dijo que estábamos en Europa. Me dio comida, ropa, un billete de autobús para Bilbao y la dirección de la Cruz Roja. Un chico de Costa de Marfil me llevó a la Comisión Española de Ayuda al Refugiado de Euskadi y les dije mi caso", apunta.
Desde entonces han pasado tres años y sigue esperando a que se le conceda la condición de refugiado político. Su solicitud está admitida a trámite y, de momento, tiene un documento que renueva cada seis meses hasta que salga una resolución. Pero esta documentación no le permite traspasar las fronteras españolas y Sekou se levanta de impotencia ante la lentitud burocrática de su expediente. "Yo no puedo arriesgar mi vida yendo a Liberia otra vez pero mi familia está ahora en Guinea Conakry y tengo ganas de ver a mi hijo. Ya tiene tres años y todavía no le conozco. Sólo hablo con él por teléfono e internet. Además con el pasaporte azul de refugiado podré ir a otros sitios a buscar trabajo para alimentar a mi familia porque aquí está complicado encontrar empleo ahora y desde que me quedé en paro, no encuentra nada", demanda al borde del llanto. Pero no llora.
Porque Sekou se niega a lamentarse. Aunque tenga más derecho que nadie a hacerlo. Y es que los hombres no lloran y a él le hicieron adulto a la fuerza a los 11 años. Porque cuando ves a tus padres morir ante tus ojos, cuando cometes asesinatos que te persiguen cada noche, cuando tu retina no puede borrar la imagen de una mujer embarazada arrastrada por un jeep ni tu oídos apagar el alarido de hambre de tus hermanos, los ojos se te secan. Y sólo te permites ya el lujo de variar tu discurso sereno por la exaltación ante lo único que te queda: tu familia. "La vida es así, un hombre tiene que luchar por la vida. Tengo que aguantar hasta que todo vaya bien y ahora, todavía más, por mi hijo".
A Sekou ya nadie le devolverá la infancia pero espera que le devuelvan la esperanza. La ilusión por que la vida puede ser mejor, que la de su hijo de tan sólo tres años lo será. Que tendrá el padre que a él le arrebataron, la educación que él quiso tener y la paz con la que él siempre soñó. Que disfrutará del sueño tranquilo que todos los niños deberían tener y crecerá jugando. Y que podrá vivir la niñez que él nunca disfrutó.