Vitoria. "La ELA es como una vela encendida: te funde los nervios y te deja el cuerpo como un montón de cera. Suele empezar por las piernas, y va subiendo. Pierdes el control de los músculos de los muslos, de manera que no eres capaz de mantenerte de pie. Pierdes el control de los músculos del tronco, de modo que no eres capaz de mantenerte sentado y erguido. Al final, si sigues vivo, estás respirando por un tubo que te pasa por un agujero de la garganta, mientras tu alma, completamente despierta, está presa en una cáscara flácida, quizás capaz de pestañear, o de chascar la lengua, como un ser de una película de ciencia ficción, el hombre congelado dentro de su propia carne. Esto no tarda en llegar más que cinco años contados desde el día en que contraes la enfermedad". Así describía el proceso degenerativo de esta enfermedad Morris Schwartz, el protagonista del libro de Mitch Albom Martes con mi viejo profesor, basado en la historia real de uno de sus mentores universitarios que padecía la dolencia.

La esclerósis lateral amiotrófica, conocida por sus siglass ELA, no tiene una cara positiva, una parte bonita a la que aferrarse más allá de convertir el carpe diem en la única filosofía de vida. Cuando un médico diagnostica ELA a un paciente sabe que le comunica una condena a muerte sin posibilidad de recurso, normalmente en un plazo no superior a los cinco o seis años. Una muerte cruel y dolorosa de la que ni siquiera podrá evadirse porque mientras su cuerpo se va derritiendo, su mente asistirá impotente a la llegada de su brutal despedida.

A José Mari Mardara le comunicaron su sentencia en 2008, cuando tenía 65 años. Aunque él ya sabía hace mucho tiempo que las cosas no iban bien. Dos años antes empezó a sentir una debilidad en las manos y comenzó su peregrinaje por los médicos. En un primer reconocimiento neurológico se descartó el Parkinson y todo quedó ahí. Pero poco tiempo después, llegaron las dificultades para tragar y una leve caída del cuello. Entonces le dijeron que sería artrosis en las vertebras. Pero José Mari sabía que había algo más. Y el tiempo le dio la razón.

Cuando su mujer Manoli y él se sentaron un tiempo después frente a uno de los neurólogos del Hospital Santiago y le vieron la cara, supieron que no serían buenas noticias. "Tiene esclerosis lateral amiotrófica. Una enfermedad rara, incurable, degenerativa y sin tratamiento". Así de crudo, así de real y así de definitivo. "Yo hasta entonces sólo conocía ELA por el sindicato", recuerda jocosa su esposa Manoli, que está al pie del cañón desde entonces. Y es que esta enfermedad afecta también a otros grandes protagonistas olvidados: las cuidadoras, para los que la frase de que detrás de un gran hombre siempre hay una gran mujer parece estar hecha a medida.

Y por ello ni José Mari ni ella ni sus hijos Txaro y Aitor se rindieron. La familia Mardara Nájera tenía dos opciones: dejar que la enfermedad le consumiera o dar una lección de vida. Y ellos optaron por la segunda vía. No en vano, José Mari siempre había sido una persona implicada en la vida social y familiar y muy activa. ¿Por qué desperdiciar los últimos años de su vida lamentándose cuando aún había cosas por hacer?

Txaro se sentó frente al ordenador y empezó a indagar. "Lo primero que salía era Stephen Hawking, imagina la cara que se te queda. Entonces fuimos a la asociación Adela y allí nos aconsejaron que fuéramos a paliativos de Txagorritxu porque te ayudan en las distintas fases de la enfermedad. Además, te viene muy bien porque ves que hay más gente como tú, que no te pasa a ti solo", explica.

Y así José Mari y su familia decidieron convertir las siglas de la ELA en las de esperanza, lucha y amor. Esperanza porque el desarrollo sea lo mejor posible, lucha para frenar el avance de la dolencia con especialistas y la rehabilitación casi diaria que realiza y el amor con el que se enfrentan a ella. En el día a día, porque el mañana ya lo conocen y porque no saben si el mañana llegará. "Lo más cruel de la enfermedad es que te mantienes intacto", lamenta Txaro. "Yo creo que a veces se hace un poco el tonto", admite Manoli.

Y José Mari, que todavía puede hablar algo aunque casi de forma gutural, les mira con cariño y mantiene el sentido del humor. "Estoy negro", sonríe a través de la mueca que le permiten sus atrofiados músculos cuando se le piropea acerca de su moreno. Y, sin embargo, parece una sonrisa casi perfecta, porque es la del querer por encima del poder.

reproches ingenuos Txaro y Manoli recuerdan los inicios con cierta sorna amarga. Porque a veces la actitud positiva es la mejor forma de protegerse de una realidad que va más allá del entendimiento de cualquiera, simplemente porque es imposible hallar explicación alguna. "Yo pensaba que tenía mala postura y le decía que subiera la cabeza o se caía de la cama y le comentaba que otra vez que no había encendido la luz. La última vez que cogió el coche no sé ni cómo llegamos porque no podía girar el cuello", afirma angustiada Manoli, que admite que muchas veces el cargo de conciencia le corroe por dentro por algo que ni siquiera pudo prever y con lo que es muy difícil convivir.

Porque a veces los enfermos se transforman ante una enfermedad a la que es imposible vencer y que les mantiene atrapados. "Lo pagas con el que tienes enfrente porque, ¿con quién te vas a enfadar, con Dios, con el médico? Pues no. Esto es una maldición que te llega. Si no estuviera así, sería voluntario o iría al monte. La mala uva que tiene a veces es porque se le hacen los días eternos. Yo creo que lo que más echa de menos es la independencia", reconoce Txaro.

Y también resalta la labor de su madre. "La gente debe ser comprensiva con los cuidadores porque lo son con los enfermos y a veces no entienden que los que están detrás protesten. Parece que pierden el derecho a quejarse o a ponerse enfermos", reclama hoy que es el Día Internacional de la esclerosis lateral amiotrófica. Pide eso a la sociedad, pero también investigación para que los próximos afectados se enfrenten a una realidad mejor y una reducción de la burocracia que permita hacer la vida de estas personas más fácil de manera más rápida, por ejemplo, a la hora de recibir las subvenciones o hacer desaparecer las barreras arquitectónicas.

Y es que José Mari ya no puede andar más allá de unos pasos ayudado por su familia para que sus músculos tarden lo máximo en atrofiarse. "Lo que haces es luchar para que no avance. Con la logopeda, la fisioterapeuta porque lo que se pierde ya no se recupera", asume Txaro. José Mari está ya en una silla de ruedas desde que en diciembre se cayera y le ingresaran en Txagorritxu. Le tienen que ayudar para levantarse, ir al baño, beber, sonarse los mocos, coger cualquier cosa o incluso rascarse. Por ello, Manoli reconoce que las noches se le hacen muy largas. "Tengo mis días malos", reconoce. Y es ahí, cuando la ELA gana la guerra del puedo a la del quiero, ante la impotencia lloran ambos.

Sin embargo, ni Manoli ni José Mari se han rendido. El año pasado él todavía salió de blusa veterano con la silla de ruedas, fueron a la verbena y este año no se han perdido los carnavales ni sus días de vacaciones. "Nos fuimos a Benidorm en Semana Santa y fue un espectáculo porque dijeron que estaba adaptado y no era así y hasta que nos cambiaron de hotel,...", recuerda Manoli. Ahora se preparan ya para ir a pasar el verano a Lapuebla de Labarca, porque a José Mari le hace ilusión. Una palabra que pocas veces está ligada a esta enfermedad y por la que toda la familia anda revolucionada.

Y es que cuando un médico diagnostica ELA a un paciente sabe que le comunica una condena a muerte sin posibilidad de recurso, normalmente en un plazo no superior a los cinco o seis años. José Mari tuvo los primeros síntomas en 2006 y las cuentas no son muy complicadas. Él ya decía antes de ponerse enfermo que "hasta mañana no ha llegado un pariente mío". Así que su familia y él han decidido vivir al día con esperanza, lucha y amor. Porque el mañana es una incógnita y el hoy se puede vivir como si fuera para siempre.