WASHINGTON. El colapso de la plataforma "Deepwater Horizon", el 20 de abril de 2010, causó once muertes, destapó un pozo que liberaría al mar el equivalente a unos 4,9 millones de barriles de crudo a lo largo de tres meses y garantizó, a primera vista, un cúmulo de desgracias para cualquier empresario de la zona.
Doce meses después, el Golfo sigue padeciendo una economía renqueante y los pescadores continúan sin levantar cabeza, pero unos pocos han logrado lo que parecía impensable: hacer negocio con las secuelas del vertido.
Los medios estadounidenses les han bautizado como "spillionaires" -algo así como "millonarios del derrame", una nueva raza que ha absorbido gran parte de los 16.000 millones de dólares gastados hasta ahora por BP en la limpieza y la compensación a los afectados por el mayor desastre ecológico de la historia del país.
Desde que la petrolera estableció el fondo, empresarios y autoridades locales han orquestado "timos" por valor de decenas de miles de dólares, al cobrar a la compañía sumas exageradas por cada gasto posible, según investigaciones independientes de la agencia ProPublica y el diario de Nueva Orleans "The Times-Picayune".
Mientras, unos 130.000 empresarios y pescadores esperan impacientes que sus denuncias atraviesen el complejo sistema de gestión del Centro de Reclamaciones del Golfo de México (GCCF), que administra el fondo de 20.000 millones de dólares dispuesto por BP.
El otro gran capítulo pendiente del vertido, la batalla por salvar el ecosistema de la zona, seguirá librándose aún durante décadas, según todas las predicciones científicas.
Como consecuencia de la profundidad a la que se produjo el derrame -1.500 metros- gran parte del crudo se confunde con la arena del fondo marino y otra tanta porción se ha disuelto a honduras tales que imposibilitan medir su impacto futuro, al menos por ahora.
Aunque la mayoría de las playas se han abierto ya al turismo y los rastros de alquitrán son prácticamente invisibles, no se pueden descartar nuevos estragos en los más de 4.800 kilómetros de costa y marismas que, según la Fundación Nacional de la Vida Salvaje, se mancharon de petróleo.
En alta mar, apenas 2.500 de los 220.000 kilómetros cuadrados que se cerraron a la pesca tras la catástrofe siguen clausurados, aunque el deterioro de las marismas impide que prosperen las gambas y ostras que solían sostener la economía de la costa.
Tampoco levantan cabeza muchos animales de la zona, en particular las más de 400 tortugas en peligro de extinción que resultaron contaminadas, aunque otras especies se han recuperado casi por completo, como los pelícanos cuyas alas manchadas de negro protagonizaron millones de fotografías.
Durante meses, esa y otras imágenes ilustraban a diario los periódicos e informativos de todo el mundo, que hoy han desviado la vista hacia otras catástrofes, como el accidente nuclear en Japón.
Pero al vertido le restan aún unos cuantos titulares, como el de la multa que decida imponer el Gobierno de Estados Unidos una vez cierre por completo su investigación sobre las causas de la catástrofe.
La conclusión, por ahora, es que el desastre no se debió a un solo factor, sino a un cúmulo de errores protagonizados por BP, sus contratistas Transocean y Halliburton, y una industria petrolera demasiado laxa a la hora de regular las explotaciones.
Tras poner fin a una larga moratoria a las perforaciones, el Gobierno ha concedido diez nuevos permisos para perforar en el Golfo, con un sistema de regulación mucho más estricto con el que trata de transmitir a la industria la sensación de que la lección está aprendida.
Lograr que ese mismo mensaje desfrunza el ceño de los pescadores de la zona y los científicos que limpian las costas es ahora el gran reto del Gobierno, y uno que, al parecer, le llevará al menos unos cuantos aniversarios más.