Ser los ojos del director, describió una vez Javier Aguirresarobe su profesión. El director de fotografía, el que calibra la luz y las sombras de una película, es mucho más que un técnico que ilumina las escenas. Cuando es bueno, mejor dicho, excepcional como Aguirresarobe (Eibar, 1948), puede hacer que una película narrativamente floja como The Road se convierta en una experiencia alucinante y alucinada, con esa luz espectral del fin del mundo. Porque recuerden la crudeza de El proceso de Burgos, de La muerte de Mikel, de El pico 2, de 27 horas. Acuérdense del verde de El bosque animado, de la luz de El sol del membrillo, del blanco de Antártida, de la naranja Tierra, de los claroscuros hirientes de Beltenebros, La madre muerta y Días contados. Y traigan a su memoria bombazos de taquilla (Secretos del corazón, La niña de tus ojos, Los otros, Hable con ella, Soldados de Salamina, Mar adentro) en los que la fotografía empujaba las tramas en la buena dirección. Gran parte de la culpa de que se acuerden de esos filmes radica en el exquisito trabajo de Aguirresarobe, cada día más sabio, más premiado -tiene seis Goyas en su haber y el Premio Nacional de Cinematografía- y más admirado aquí y fuera de nuestras fronteras. Porque desde que Woody Allen descubriera que Vicky Cristina Barcelona era mejor con Aguirresarobe tras el visor de la cámara, su proyección en el extranjero es imparable, incluida su aportación a la exitosa saga de Crepúsculo. A punto de cumplir 62 años que no aparenta, este fotógrafo, periodista y cineasta se ha abierto nuevos horizontes en la industria norteamericana, que afronta con ilusión. Quedan lejos sus inicios con los cortometrajes, con los ikuskas, con su vital contribución durante la eclosión del cine vasco de la transición. Su carrera ha ido hacia arriba y no parece tener techo.
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