donostia. En el despacho del obispo las estanterías están vacías de las decenas de libros que las ocupaban, trasladadas ya a sus residencias de Bilbao y Fruiz. Afirma hablar "desde el corazón" y no oculta que algunas respuestas, sobre todo las referidas al conflicto vasco, suponen "cierto desahogo personal".
Han pasado casi diez años desde que el Papa lo nombrara obispo de Donostia. ¿Qué siente al despedirse de los feligreses?
He llegado a querer de verdad a la diócesis, a hacer amigos, a conocer a personas y a enamorarme de proyectos. En general, también me he sentido querido y apreciado. Por eso, la partida me produce pena, por una parte, e interés vivo por el futuro de la diócesis. ¡Voy a seguir enganchado a Gipuzkoa! Por otro lado, tengo 76 años y medio. Soy un carroza... Esta responsabilidad es demasiado grande a esta edad y dejarla supone cierto sentimiento de liberación.
¿Ha podido imprimir su estilo a la Iglesia guipuzcoana?
Me encontré con una diócesis con una hoja de ruta magníficamente formulada en un documento pequeñito pero precioso, llamado Una Iglesia al servicio del Evangelio, una lectura aplicada del Vaticano II a nuestra diócesis en su situación humana y eclesial. He tratado de enriquecer esa hoja de ruta y concretar sus líneas. El obispo y la diócesis tienen que adecuarse mutuamente, el uno al otro. Así se evita el desgobierno y, por otra parte, el bloqueo. Eso se da en todos los sitios.
Su relevo se ha visto envuelto en una polémica por el perfil de su sucesor. ¿Se lo esperaba?
Más que sorprenderme, me ha preocupado. Porque en toda Europa occidental somos una Iglesia debilitada en una sociedad poderosa. Las tensiones internas pueden debilitar más todavía, si es que no se gestionan bien. Tensiones tiene que haber en la Iglesia; las ha habido siempre. Pedro y Pablo discutieron. Pero hay que gestionarlas bien.
¿Es tan acentuada la división?
Quiero hablar de la gran esperanza. Hay un amor al Evangelio y a una comunidad cristiana por parte de todos: los más críticos ante el nombramiento y los que están contentos de que venga. Tengo el deseo y la esperanza de que no se produzca el debilitamiento. ¡Ojalá renazcan nuevas realidades -vigorosas y auténticas- que han estado un tanto dormidas en el tiempo de mi ministerio!
¿Es cierto que ha trabajado para que su sucesión no supusiera una ruptura con la línea marcada hasta ahora?
He cumplido estrictamente mi deber pastoral, como es el deber de todo obispo cuando llega el final de su servicio episcopal. ¿Qué es esto? Informar a las instancias que tenían que tomar la decisión acerca de la verdadera situación de la diócesis -con sus luces y sombras- y también del perfil del obispo que es conveniente para liderarla. Creo sinceramente haber hecho cuanto estaba de mi parte para ayudar a acertar.
El 80% de los sacerdotes, sin embargo, piensan que la designación de José Ignacio Munilla desacredita el trabajo realizado hasta ahora.
Les expresaré directa y fraternalmente a los sacerdotes lo que pienso y siento acerca de este hecho, no por los medios de comunicación social. Sí puedo decir que me preocupa sobre todo la situación reflejada en la carta. Indica que la comunión está herida y necesita sanación, aunque no esté quebrada ni mucho menos. Me duele comprobar esto. Tengo la esperanza firme de que, a partir de la inauguración de su ministerio entre nosotros, el nuevo obispo y su presbiterio irán sanando paso a paso esta herida. En tal tarea no les faltará ni al uno ni a los otros el apoyo de mi oración y de mi afecto.
¿Qué le ha aconsejado a su sucesor?
Me ha pedido consejo en varios asuntos y yo se lo he dado de todo corazón. De momento, le he recomendado que tenga paciencia, que trate personalmente mucho con los sacerdotes, religiosos y laicos. Paciencia, trato frecuente y suavidad, para incardinarse mejor en la diócesis.
¿Entiende a los cristianos que se han mostrado críticos con el fondo y la forma en la que se ha producido la designación?
Este malestar es bastante extendido en muchas diócesis en el ancho mundo. Muchas comunidades tienen la convicción de que tienen demasiado poco peso en la efectiva designación del obispo que reciben. Ya saben que no han de nombrar a su prelado, pero han de participar en la designación. Es deseable una mayor participación de la que existe en la Iglesia. La ha habido durante siglos.
¿Cómo se puede ahondar en la co-decisión?
De esto han escrito muchos teólogos importantes y las fórmulas concretas para ello son difíciles de gestionar, pero hay que buscarlas. Es legítimo el deseo que existe en muchas partes del mundo de una participación mayor de las diócesis a la hora de preparar la designación del obispo. Tiene que nombrarlo el Papa, naturalmente, y altas instancias eclesiales tienen que tener su papel. Pero el papel de la diócesis debe ser mayor. Así piensan muchos. Así pienso yo. De aquí y de otros sitios.
Ha apelado a feligreses, sacerdotes y obispo a trabajar por la unión. ¿Es posible cuando el perfil del nuevo obispo y de la diócesis no coinciden?
En la Iglesia, esa unión se llama comunión. Es un elemento esencial de una comunidad cristiana, una unión fundamental en una misma fe, en una celebración de los mismos sacramentos y en unas mismas pautas de comportamiento moral. La comunión no es uniformidad, sino unidad en la legítima variedad. Incluye una aceptación fiel y leal del Concilio Vaticano II. No excluye la diferencia de sensibilidades ni la crítica, pero reclama que ésta sea respetuosa, dialogante, tendente a la convergencia, reconocedora de la legitimidad del pastor nombrado por el Papa, nacida del amor a la comunidad y cuidadosa de no dar cuartos al pregonero.
A raíz de este debate, se ha incidido en que la Iglesia guipuzcoana ha profundizado en la línea del Concilio Vaticano II. ¿Qué significa eso?
Nuestra diócesis, con sus deficiencias, se ha tomado muy a pecho el Concilio Vaticano II, en estos aspectos: un aprecio mayor por la palabra de Dios; una llamada a todos los creyentes a vivir el Evangelio a tope; una valoración mayor del pueblo de Dios como sujeto eclesial; una actitud más dialogante con la sociedad; una pasión mayor por los pobres y los marginados; y una concepción de la jerarquía como un servicio humilde y abnegado a la comunidad.
Su designación como obispo auxiliar de Bilbao fue en pleno apogeo de esa línea. ¿Cómo recuerda esa época?
Eran tiempos en los que tanto en la sociedad como en la Iglesia perduraba un clima de mayor optimismo. Construir una sociedad más humana y hacer que la Iglesia fuese más evangélica no parecía tan difícil como ahora. Y la imagen de la Iglesia y su autoridad moral ante la sociedad eran sensiblemente mayores. A partir de los años 80, este clima ha entrado en crisis. Algunos sectores de la Iglesia se colocan más a la defensiva, la relación entre sociedad e Iglesia se torna más distante y más desconfiada por ambas partes.
Hay voces que critican que la Iglesia se inmiscuya en cuestiones públicas. ¿Cuál es el límite, en su opinión?
La Iglesia debe entrar en la dimensión ética de los problemas, no en política, ni en economía, ni en cualquier otro saber. Debe arrojar la luz de la ética sobre la política. Eso ha de hacerlo porque es parte de su misión, y debe hacerlo de manera respetuosa, propositiva, dialogante, dando razones y no sólo afirmando categóricamente, aceptando el tú a tú con la sociedad y de manera amistosa. La Iglesia es amiga de la Humanidad. Si se hace así, no tendría que haber reacciones negativas. Porque una cosa es la libertad para hablar, que la Iglesia tiene, y otra es inmiscuirse. Hablar y dar su opinión no es inmiscuirse; ahora, si tratara de imponer, si quiere presionar, está saliéndose de su misión.
Una de sus últimas homilías, el día 8, se refirió a la reforma de la regulación sobre el aborto, y opinó que nace con muchas deficiencias. ¿Acaso la anterior no tenía más?
No sé si, en la práctica, esta ley será menos coladero que la ley anterior. Que la ley anterior lo ha sido, está bastante claro. Pero esta ley tiene una afirmación de principio, que es el derecho de la mujer a abortar. Al mismo tiempo, hay que decir que la Iglesia no debe pararse ahí. Tiene que afirmar otro criterio moral: quienes seamos contrarios al aborto, incluso aunque no sean contrarios a esta ley, tenemos la obligación moral de sostener a estas mujeres angustiadas y agobiadas, y de ofrecerles nuestra ayuda. Y en caso de que estén doloridamente dispuestas a entregar a sus hijos en adopción, a procurar que encuentren a una familia que los adopte. Sin esta actitud, la defensa de la vida humana es sustancialmente incompleta. No suena bien, no es bien aceptada. Y no es coherente. Si hemos de tener sumo respeto a la vida no nacida, también lo debemos tener por la vida nacida.
Escuchamos en boca de los responsables de la Iglesia críticas muy contundentes sobre aborto y eutanasia. ¿Por qué ese mensaje no se percibe con tanta fuerza contra quienes, por ejemplo, deciden iniciar una guerra?
Esa polaridad en determinada temática y la ausencia en otra no es el caso de nuestra Iglesia. El magisterio social de mi antecesor, José María Setién, es ingente. Yo mismo, con motivo del Domund, de Manos Unidas, de la invasión de Irak, la guerra de Afganistán, he hecho reflexiones morales en línea con el magisterio de Juan Pablo II. Y he alentado encuentros diocesanos de oración, en los cuales, al tiempo que orábamos, queríamos mostrar nuestra profunda pena y nuestra rebeldía contra la injusticia del hambre en el mundo. Ha habido sensibilidad para las dos temáticas.