lgunos ideólogos sostienen que a las grandes crisis suceden grandes cambios en la humanidad. La historia, en verdad, ofrece abundantes ejemplos de ello. Pero a veces la apelación a la historia sirve poco más que para ilustrar, ya que por lo general remite a situaciones remotas en el tiempo y no aporta remedio a las preocupaciones del presente. Conviene, por ello, aproximar la lente a las crisis de las que tenemos experiencia vivida y de cuyos efectos hemos sido testigos.

No parece, sin embargo, que esa teoría de los grandes cambios sea de aplicación general, ya que nada cambió -al menos para bien- tras la devastadora crisis financiera de 2008. Nada cambió, al menos, para la gran mayoría de nuestra sociedad occidental, puesto que se mantuvieron e incluso se acrecentaron los parámetros del neoliberalismo económico y se salvaron los cimientos financieros mientras se derrumbaban estrepitosamente los muros del bienestar general. No aprendimos nada de aquella crisis.

Estamos viviendo otra crisis mundial, pavorosa, esta vez directamente amenazadora para la salud. Una pandemia que no distingue de países ni de clases y ataca a todos los ámbitos de la humanidad. Una pandemia a la que, desafortunadamente, nos tenemos que enfrentar desde la debilidad en la que nos dejaron los gestores de la crisis de 2008, que se ocuparon en salvar a los bancos a costa de desatender a la inmensa mayoría de la gente.

Ojalá la crudeza de esta crisis y sus aún imprevisibles consecuencias nefastas lleve aparejado un cambio profundo en nuestra sociedad. Y es que lo que estamos descubriendo es evidente: quienes están sacando el país adelante aun a costa y a riesgo de su propia salud, son las clases trabajadoras y las clases medias. Quienes están dando el callo no son los grandes poderes financieros, ni los poderosos fondos de inversión, ni los insaciables brokers de bolsa, ni los popes académicos, ni los altos magistrados, ni los terratenientes, ni quienes representan la élite social. Nos están salvando, fundamentalmente, los trabajadores sanitarios, profesionales de la medicina, de la enfermería, de la limpieza, celadoras y celadores y todo el personal que de una manera u otra afronta desde la primera línea de riesgo las acometidas del coronavirus. Añádanse a estos valientes representantes de la clase trabajadora todos los que, desde su modesta posición social, logran que nuestra rutina vital funcione: en genérico, repartidores, reponedores, camioneros, panaderos, agricultores, ganaderos, gasolineros, empleados de supermercado, boticarios, quiosqueros, periodistas… modestos gremios, competentes profesionales y sencillos menestrales, que si en este trance no estuvieran trabajando y exponiéndose nuestra sociedad entraría en colapso.

Cuando salgamos de ésta, que todos desearíamos fuera pronto, debería tenerse en cuenta a quienes están evitando el caos. De esta crisis, pavorosa y súbita no podemos salir como salimos de la de 2008. No se puede consentir que el resultado de tan dolorosa prueba mantenga el abismo que llevó a la casi desaparición de las clases medias y a la angustia permanente de las clases trabajadoras. No puede volver a prevalecer el criterio neoliberal de austeridad que ha incrementado en nuestra sociedad los espacios de pobreza. No se puede salir de esta crisis repitiendo la inmoralidad de que un 10% de privilegiados disfrute del 90% de los recursos económicos. Cuando todo esto pase, cuando volvamos a nuestros viejos hábitos -ya sean saludables o simplemente lúdicos-, deberemos tener presente quiénes nos salvaron aun a costa de su propia vida. Cuando la pandemia del coronavirus sea un mal recuerdo, deberemos haber aprobado la asignatura pendiente y urgente del justo reparto de la riqueza. Eso significará que después de esta crisis cambió el mundo.