unque estemos ante una situación que la mayoría de nosotros no hemos vivido nunca, la evolución de la pandemia por coronavirus se rige por unas reglas matemáticas que son clásicas dentro de la epidemiología. El patógeno se expande de manera geométrica y prácticamente dobla el número de pacientes cada 60 horas. El viernes salió Sánchez a decir que “podemos” alcanzar los 10.000 afectados esta semana próxima, cuando más bien es seguro es que esa cifra la vemos el miércoles, y para el sábado serán 20.000. Mucho más informado y menos petulante, el consejero de sanidad de Madrid ha dicho que el pico de casos llegará dentro de un mes, allá por el 15 de abril. Así va a ser. Las medidas que se han adoptado de confinamiento y aislamiento social aterrizan muy tarde y está por ver que sirvan para doblegar la curva de progresión. Sólo ha pasado una semana desde que batucadas y eslóganes pretendidamente ingeniosos estimulaban la siempre progresista alegría de las manifestaciones feministas. Ahora las calles están absolutamente vacías y el contraste es la perfecta metáfora de cómo la frivolidad política nos está condenando a todos al peor de los futuros. Análisis objetivos que ya comienzan a aparecer demuestran que la tasa de ataque del COVID-19 está siendo más alta en España que en ningún otro país, porque lo hemos permitido, y ya somos el quinto lugar del mundo con más casos y el cuarto con mayor número de fallecidos. Lo peor, seguramente, es haber perdido los diez días de ventaja que teníamos respecto a Italia, y no haber anticipado las medidas que hoy se toman apresuradamente.
La parte sanitaria de esta crisis tiene que ver, sobre todo, con el aguante que tengan en los próximos días nuestros hospitales para poder atender al incontrolado número de pacientes que van a requerir asistencia avanzada o tal vez UCI. El embate se superará, no sin dificultades, pero podemos confiar en que la capacidad de respuesta será notable y el apoyo social a los profesionales un estímulo determinante. En buena lógica, en un mes la curva empezará a aplanarse por la mejora de las condiciones ambientales y por la disminución porcentual de la población susceptible de contagio. Será entonces cuando empecemos a ver el devastador efecto de esta epidemia en la economía, algo por lo que la recordaremos durante décadas. En la crisis del 2008 la causa fue el endeble cimiento que sustentaba todo un modelo económico, un sistema financiero que estaba enfermo aunque lo disimulara, y la preeminencia de sectores burbuja como el inmobiliario. Lo que pasará a partir de ahora es la paralización productiva de un país cuya base empresarial y de empleo son las pequeñas y medianas empresas, justo las que necesitan mantener una mínima actividad constante para poder vivir. Al inicio del año el Gobierno albergaba la esperanza de que en el ejercicio se pudiera crecer un 1,8%, en una desaceleración relativamente llevadera aunque cercana a la destrucción de empleo. Es imposible prever el impacto del coronavirus en nuestra economía, pero seguramente la realidad supere el peor de los pronósticos. Este año tendremos crecimiento negativo, recesión asegurada. Tras cualquier tremenda estadística habrá decenas de miles de actividades cerradas y cientos de miles de desempleados más. A un país cuyo 15% del PIB proviene del turismo de costa; que invierte cantidades anecdóticas en I+D; en el que el intervencionismo es apestante; que no ha hecho nada por equilibrar las cuentas públicas; que ha normalizado el terror fiscal; y que está trufado de corrupción en lo público y lo privado, le pasa lo peor cuando un virus altera la fragilidad del andamiaje. Pero también, porque esta crisis que irrumpe súbita nos ha tocado con un gobierno presidido por un narciso y vicepresidido por el mayor farsante que ha visto nuestra historia reciente. Un Sánchez desbordado que un día creyó que todo lo que la política le iba a deparar sería parecido a aquel momento en el que la presentadora de televisión le dijo que tenía un buen culito, y él sonreía. Un Iglesias para el que la palabra postureo es tan insuficiente como ridículo el modo en el que frunce el ceño y engola la voz cada vez que le entrevista Ferreras. Ambos comparten la misma visión de la política: todo consiste en llevar el intervencionismo al límite, y la única manera de gobernar es gastar, sinónimo indefectible de subir los impuestos y drenar los recursos de las familias hacia el Estado. Lo que llega ahora reclama una respuesta colectiva, pero es imposible de resolver desde el colectivismo en su política acepción. Requiere entender la vida de las personas muchos más allá de un Falcon o un chalé en Galapagar. Me gustaría ser más optimista, pero es imposible.