La semana pasada escribí una columna sobre el derrumbe en Zaldibar que incluía una frase tan básica que puede parecer tonta: “la comunicación no existe si no es percibida por el destinatario”. La frase, todo lo obvia que quieran, puede leerse de atrás hacia adelante o en sentido inverso. Pero antes de explicarme les ruego que piensen que no hablo necesariamente de Zaldibar. Que hablo, qué sé yo, de la información sobre el coronavirus, por ejemplo. Más allá de la polémica cercana podríamos así permitirnos una reflexión más general.

La primera derivada de la frase habla de la responsabilidad del emisor. Quien quiere comunicar no puede conformarse con asegurar que el mensaje es completo y ha sido correctamente emitido. Si, por lo que fuera, el mensaje no llega, no cala, no se recibe o no se quiere recibir no importa porqué, si el ruido, el miedo, la desconfianza o el rechazo se interponen, el resultado es que no ha comunicado. Puede resultar injusto, pero es así.

Cierto que hay muchos actores interesados en que la información no llegue, en confundir, en desinformar. Lidiar con esa realidad, a veces ingrata o frustrante, es parte de la labor de quien informa.

La segunda derivada habla de la responsabilidad del receptor: su actitud puede determinar la comunicación. Este receptor no es pasivo y con frecuencia es un ciudadano activo en las redes sociales. Si queremos participar en el debate desde la redes, nos debemos a nosotros mismos y a quienes con nosotros conectan, cierto rigor intelectual o, por ponernos menos exquisitos, un mínimo de higiene mental.

Es lógico que los titulares escandalosos o provocadores llamen la atención. Hay cierto gusto justiciero en la forma en que nos indignamos ante una noticia que compartimos sin preocuparnos si es o no cierta. Si se descubre que la noticia era falsa son pocos lo que se sentirán responsables de haberla difundido. La responsabilidad es siempre de otro. Esta transferencia de la responsabilidad podía servir en los tiempos de la comunicación unidireccional: desde el poder al ciudadano. Pero, en una preciosa paradoja de nuestro tiempo, la tarea de asegurar la calidad de la comunicación deviene hoy en responsabilidad compartida de los que la consumimos.

Si atendemos más a las noticias escandalosas que a los análisis serios, fomentamos que las primeras abunden y los segundos desaparezcan. Desaparece así el rigor informativo y con él la posibilidad del diálogo informado y, de alguna manera, de la participación verdaderamente democrática y libre. Las redes no solo se manipulan desde oscuras oficinas en Seattle, Kiev o Moscú, sino por el efecto sumado de quienes las usamos. Nosotros decidimos si nuestras redes aparecerán mañana llenas de basura manipuladora o de información enriquecedora.

Participar en el debate social por medio de las redes exige esfuerzo. Exige leer con atención y espíritu crítico. Exige contrastar fuentes. Exige leer a los cercanos con distancia y a los lejanos, sino con cercanía, sí al menos con honesta voluntad de entender su parte de razón. Exige mantener alerta la prevención sin permitir que se nos convierta en un cinismo descreído, puesto que quien por sistema nada cree tiene tan poco criterio como el que todo lo cree. Exige ser prudente a la hora de teclear. Prefiere la prudencia al error y la reflexión constructiva al insulto. Nadie dijo que fuera fácil. Y si lo dio a entender, aunque fuera en redes sociales, mintió.