La cercanía e inmediatez que proporcionan las nuevas tecnologías, así como los miles de millones de euros gastados en publicidad, nos han hecho creer que las distancias ya no existen y que la comunicación entre personas se puede desarrollar de la misma manera a través de una pantalla de 5 pulgadas que cara a cara. El Telegram, el WhatsApp o las videoconferencias, son herramientas que, sin duda, facilitan la comunicación y permiten que lo que antaño requería un viaje de cuatro horas, por ejemplo, para una reunión de negocios de hora y media, ahora se pueda resolver en apenas treinta segundos de conexión. Pero una cosa es una reunión para discutir precios, plazos de entrega y fórmulas de transporte de un producto, y otra muy diferente generar la confianza suficiente para empezar a hacer negocios con tal o cual empresa. No en vano, por más que todas esas herramientas estén a disposición de cualquier microempresa, las ferias de toda la vida, con sus stands, folletos y merchandising, siguen existiendo y no parece que vayan a desaparecer.

Sorprende, sin embargo, que algo que es tan obvio en el mundo de los negocios no lo sea en un contexto como el político que, si algo necesita es, precisamente, confianza entre los interlocutores o cuando menos, cercanía. Justo lo contrario de lo que Cayetana Álvarez de Toledo acaba de demostrar en vísperas de la convención del PP de la CAV. Que Álvarez de Toledo pusiera en tela de juicio la constitucionalidad de los derechos históricos o acusara a sus compañeros de pusilanimidad ante el nacionalismo (así, sin más matiz), entraña además de desconocimiento grandes dosis de insensibilidad cuando no de maldad y todo para acaparar una serie de titulares solo razonables a más de 300 kilómetros de las sedes del PP vasco.

Hacen bien sus compañeros de Euskadi en exigirle a la catalana que, antes de volver a hablar de los fueros o de la trayectoria del partido, tenga a bien visitarles y hablar cara a cara con ellos y ellas. Otro tanto también podrían pedirle a Casado la próxima vez que se le ocurra rescatar del baúl de los recuerdos expolíticas desorientadas como Rosa Díez.

Exactamente lo mismo cabría exigirles también a dos entusiastas de la política a distancia como son Pablo Iglesias y Pedro Sánchez. Que Iglesias revelara en el Congreso que no había hablado personalmente con Sánchez en todo el proceso negociador más de una sola vez, demuestra lo que muchos ya intuíamos, esto es, que por más que se junten los equipos de negociación, la decisión de adelantar las elecciones se tomó en julio cuando Podemos rechazó la oferta que le hizo el PSOE.

Nadie espera que los máximos responsables de cada uno de los partidos se dediquen a cerrar los términos de una negociación. Para eso están, efectivamente, los comités negociadores, pero sentarse en una mesa a sabiendas de que la decisión fundamental está aún sin tomar o en el peor de los casos es contraria al acuerdo, es una auténtica pérdida de tiempo.

Por más que durante la reunión unos y otros se dediquen a mandarles mensajes a sus jefes, quien no está presente no es capaz de percibir cual es el clima del encuentro, qué partes son faroles y cuáles auténticas líneas rojas, lo que lleva a que sea imposible avanzar en relación a los escollos que surjan, porque ninguno de los presentes se siente con capacidad de tomar una decisión.

Es por ello que, por más que todo apunte a que ya no tiene remedio -y la última oferta de Iglesias de gobierno en pruebas es buena prueba de ello-, de cara a la nueva negociación posterior al 10-N, que la habrá, habría que exigirles a ambos que se dejaran de comisiones negociadoras y de dirigir las negociaciones a través de sus móviles y se sentaran a negociar hasta que lo único que quede por decidir sea el color de las moquetas de los ministerios.