Parecía que no había otra, que Pedro Sánchez y Pablo Iglesias estaban condenados a entenderse y ahora la decepción se extiende entre quienes esperaban de los dos grandes líderes de la izquierda española el temple del que ha hecho gala el portavoz de ERC, Gabriel Rufián, en una transformación inesperada. Pero lo de Sánchez e Iglesias no es tan sorprendente. Dicen que la confianza mutua es un pilar esencial de cualquier relación y de eso se ha visto bien poco en la forma en que han llevado las negociaciones dos personalidades tan distintas y a la vez con mucho más en común de lo que aparentan. Porque Pedro Sánchez y Pablo Iglesias no serían ni estarían donde están el uno sin el otro. “Sin ti no soy nada”, como cantaba Amaral y recitaba Alfredo Pérez Rubalcaba.

Sánchez e Iglesias cargan a sus espaldas una relación turbulenta, de altos y bajos, acusaciones, humillaciones para algunos y, en definitiva, una desconfianza insuperable que no les ha permitido pasar de una formal cordialidad ni llegar a intimidad alguna. Firmeza, obstinación, tenacidad, determinación. Son adjetivos todos ellos que bien podrían aplicarse en distintas circunstancias al presidente del Gobierno en funciones o al secretario general de Podemos.

Al socialista algunos -como Pablo Casado- le han tildado de mediocre, al morado le critican la soberbia y a los dos les han dado por muertos en política demasiadas veces sin que se cumpliera el augurio.

A sus 47 años Sánchez ha hecho de la resistencia su seña de identidad, y ahí está tras su segunda investidura fallida y después de haber ganado unas primarias a Susana Díaz -cuando ésta contaba con el apoyo de la vieja guardia y los dirigentes regionales del partido-, una moción de censura a Mariano Rajoy convirtiendo el “no es no” en un lema de vida, y finalmente unas elecciones generales. Pero para todo ello ha necesitado a Pablo Iglesias.

En 2014, tras el 15-M, la irrupción de Podemos con aquel joven politólogo curtido en las tertulias cambió para siempre el panorama político nacional, y con ello al PSOE, que tuvo que recomponerse y al final buscar un recambio en Sánchez para no verse arrasado por el temporal que llegaba. Iglesias, que ya ha cumplido 40 años, tampoco ha perdido nunca unas primarias en su partido y su objetivo también ha sido siempre gobernar, aunque en su caso no lo ha conseguido. Mucha culpa de ello la han tenido los errores en su relación con el PSOE, la obsesión inicial por el sorpasso y el no a Sánchez en su primera investidura, que se señalaba como el pecado capital de Podemos porque ahí empezaron todas sus fisuras internas.

dotes camaleónicas De Sánchez hay quien destaca su capacidad de mantenerse frío en cualquier momento, incluso ante los arrebatos de Iglesias, cuya pasión nos ha dejado algunos de los enfrentamientos más intensos vistos en el Parlamento. Y como muestra aquel discurso en el que lanzó la “cal viva” en la cara de los socialistas para disgusto de muchos de los suyos que hoy ya no están a su lado. El propio Sánchez ha reconocido que sus “relaciones casi nacieron ya marcadas por el desencuentro”. Tampoco le gustó al líder socialista enterarse por el rey en 2016 que Iglesias le estaba proponiendo un gobierno de coalición o digerir aquella “sonrisa del destino” que, según el jefe de Podemos, siempre le tendría que agradecer si llegaba a ser presidente. Ahora Iglesias ha repetido que sin Podemos en un gobierno de coalición Sánchez ya no será presidente nunca.

Ambos han regalado a la ciudadanía además amplias dotes camaleónicas. Ha podido ver a Sánchez reconocer primero las presiones para que no pactara con Podemos, sellar después unos presupuestos con los morados y finalmente intentar doblegarles y desenmascarar su supuesta “ambición por los sillones” con una suerte de subasta de ministerios.

Iglesias también ha cambiado, y mucho, desde aquella época inicial en la que reconocía entre sus defectos un exceso de arrogancia. Asumido como imposible el superar al PSOE, aupó a Sánchez al Gobierno con su ayuda para que saliera adelante la moción de censura a Rajoy. Pasó de ser el enfant terrible de la política española que pretendía acorralar a “la casta” a querer a toda costa gobernar con los socialistas y lucir perfil de hombre de Estado que hasta renuncia a su defensa del derecho a decidir en Catalunya en pro de la gobernabilidad. Todo ello con unas grandes dotes oratorias que le han cosechado victorias en debates electorales y duelos parlamentarios, a los que ha vuelto con su camisa de cuadros y sin corbata para dejar fracasar de nuevo a Pedro Sánchez.

Con esta trayectoria, era más probable el choque de egos que el abrazo y no ha habido forma de encontrar la cooperación. ¿La frialdad de Sánchez o el apasionamiento de Iglesias? Lo uno sin lo otro no sería lo mismo. Puede que aún tengan tiempo de entenderse, pero quién sabe, el hombre es el único animal que tropieza dos (tres) veces en la misma piedra.