Son dos gallos, pero uno tiene más espolón. Se pelan por salirse con la suya, pero no les preocupa el coste. Tienen a un país con asignaturas pendientes, pero solo anteponen sus intereses personalistas. Saben que les aprieta el calendario, pero las urgencias no van con ellos. Pedro Sánchez y Pablo Iglesias libran así su particular pulso mirando exclusivamente su propio beneficio. Sin embargo, el presidente en funciones juega con el viento a favor porque sigue gobernando un día más, su principal objetivo. El líder de Unidas Podemos, en cambio, consume su credibilidad interna con la exigencia de una única bala que le puede resultar letal. Y para acogotar el incomprensible colapso de una investidura sin fecha se incorporan con descarado partidismo Albert Rivera y Pablo Casado, encaramados en su inquebrantable propósito de revancha para ver cómo el ganador en las urnas besa el suelo, siquiera una vez.
Sánchez no va de farol cuando niega el pan y la sal que Iglesias le exige para calmar la rebelión entre los suyos. Ocurre que entre los dos no hay química alguna porque el presidente desconfía de su interlocutor. Por eso le concede migajas sin que toque poder. El presidente entiende que quien pretendió darle el sorpasso nunca será un leal compañero de viaje. Mucho menos cuando haya que poner una línea roja en la reforma laboral, en el diálogo con los independentistas, o en una negociación presupuestaria. Además, Sánchez quiere arrastrar frente al espejo a Iglesias. Le está retando a que se atreva, por segunda vez, a frustrar un gobierno de izquierdas cuando enfrente la derecha muerde por un cacho de poder. Le tienta para ver si es capaz de negarle el voto para que quede retratado junto a PP, Ciudadanos y Vox. Incluso le amenaza con elecciones porque el gurú Tezanos ya ha advertido de que el castigo será inmisericorde para quien las provoque. La derrota de la coalición podría ser apocalíptica después de su estrépito en las locales y autonómicas. Por eso, el presidente le desafía: atrévete a votar que no. Sustentado en la arrogante teoría de que no hay otra alternativa para presidir el gobierno, el candidato socialista está desconcertando al personal. Peor aún, ignora incluso a quienes le pueden resultar proclives con un halo de desprecio que se antoja poco recomendable con solo 123 diputados. Es el reflejo de su propia personalidad política. Sánchez ha decidido pertrecharse para encarar otra hazaña en solitario porque está convencido de que es el mandato de las urnas y que, encima, lo puede conseguir. No tiene ninguna prisa porque las únicas trompetas que siguen atronando machaconamente repiten los ecos de esa España vendida a los populistas e independentistas, de una Navarra en manos de proetarras o del blanqueo a Arnaldo Otegi por una entrevista sin novedades. Ni una palabra de los derrotados sobre el déficit público, las pensiones, la precariedad, la reforma educativa o el futuro económico de la transición ecológica. Pobre país.
Mientras, los políticos de regate corto se enzarzan con las víctimas del terrorismo como si creyeran que siguen dando votos. Ocurrió el jueves en el Congreso con la infausta utilización partidista de Mari Mar Blanco. La diputada del PP se prestó voluntaria a propinar un flaco favor a la solidaridad por el dolor compartido con un discurso equivocado que solo alientan los partidarios de la interminable confrontación. Con estos puntapiés, la convivencia entre diferentes va a ser imposible la próxima legislatura. Las discrepancias fluyen hasta en la propia casa. Los incendios internos en Ciudadanos se unen a la división que supone para JxCat el deseo de sus diputados presos -¿y los que pueden votar?- de guiñar un ojo a Sánchez con la abstención que deplora Puigdemont. El independentismo comienza a ver las orejas al lobo después de quedarse sin Barcelona y de la contundencia judicial que no augura nada bueno. De ahí que Rufián se ofreciera a evitar nuevas elecciones en esa España que les sigue sin entender. Más presión para Pablo.