madrid - ¿Hasta qué extremo llegará el voto oculto de esta fuerza predemocrática? Es la gran incógnita de la marca de Santiago Abascal, que arañando en las más bajas pasiones sumará votos entre el descontento y la España rancia que solo puede descontar décadas en sus intenciones. Apunten: derogar los derechos LGTBI; la Ley de violencia machista; suspensión de la autonomía catalana hasta la derrota sin paliativos del “golpismo”; recentralizar Educación, Sanidad, Seguridad y Justicia; suprimir la Ley del aborto; el español como la lengua vehicular... Y sí, han llenado recintos en cuantiosos lugares del Estado, a la espera de saber si solo serán respaldados por sus seguidores acérrimos. Su estrategia en las redes sociales y sus planchas repletas de nostálgicos del franquismo ha sido engordada por todos los medios -incluso por los que le dejaría sin licencia-, que le han prestado voz cuando en otro país Vox se situaría al borde de la ilegalización. Pero llega a las urnas henchido tras el precedente andaluz, con el altavoz que le ha dado el juicio por el procés, y consciente de que PP y Ciudadanos le necesitan como el comer. Abascal, aquél que ejercía de chico duro del PP contra Ibarretxe, pone a España por encima de los españoles bajo los principios de una homogeneidad cultural, moral y religiosa. En unas horas de domingo se puede tirar por la borda el fruto de un par de generaciones.