Ocho días son un espacio de tiempo escaso, suficientemente breve como para mantener vivos acontecimientos significativos protagonizados por multitud de personas y que recibieron un notable eco mediático. Ocho días han transcurrido desde que 80.000 personas se movilizasen en Bilbo y Baiona clamando por los derechos de los presos. Entiéndase, por los derechos de las personas presas por vinculación con ETA. Una movilización de entidad suficiente como para generar alguna expectativa sobre el hecho reivindicado. Una movilización de la que cabría esperar una convulsión en la sociedad interpelada, en la línea de la protagonizada el pasado 8 de marzo en la reivindicación feminista o la que vienen manteniendo de forma permanente los colectivos de pensionistas. Las demandas de mujeres y pensionistas provocaron una reacción positiva, aunque insuficiente, del poder. La secularmente reiterada demanda en apoyo a los derechos de los presos, por el contrario, ha quedado una vez más en la anécdota, en la autocomplacencia, en el éxito de la cita anual a fecha fija, en el mirarse satisfecho hacia adentro, en la unión y cohesión de los míos.
Han pasado ocho días, y aquel clamor se ha ido desvaneciendo como se desvanecieron los fragores de las otras convocatorias multitudinarias anuales, mientras las personas presas y sus familias siguen padeciendo las consecuencias de una venganza injusta. Porque a poco que se haga un ejercicio de empatía, no se entiende tanta y tan prolongada crueldad que desde el poder del Estado se practica con quienes, aun presos, mantienen intactos sus derechos. A la privación de libertad decretada por la justicia, el poder político añade el sufrimiento de la dispersión como injusta represalia contra sus familias. Súmese el alarde de sadismo que supone mantener en prisión a personas con enfermedades graves o incurables. Añádase aún más, en absurda oposición a la reinserción que ampara la propia Constitución, que se les niegue la progresión de grado, la posibilidad de destino o cualquier alivio contemplado en la ley. Todo ello frente a la sordera del poder y la insensibilidad de buena parte de la sociedad.
Que persista la flagrante vulneración de derechos humanos en la política penitenciaria española no solamente depende de la voluntad expresa de los gobernantes, sino también de otros factores entre los que no habría que excluir la indiferencia de buena parte de la ciudadanía vasca que da por amortizada la incidencia de la actividad ETA y sus consecuencias, una indiferencia que una vez al año se ve sacudida por la manifestación de Bilbo. Pero pasado el eco, y a diferencia de las reivindicaciones de mujeres y pensionistas, la situación injusta de los presos vascos queda reducida a consigna y pancarta.
No cabe demasiado espacio para el optimismo. La cronificación de esa injusticia se enfrenta en desventaja a la frenética sucesión de acontecimientos que orientan la atención política, social y mediática. Sin tiempo casi para valorar la movilización de esas 80.000 personas, la derecha extrema tomaba posesión del poder en Andalucía y amenazaba con repetir conspiración en las elecciones de mayo. Sin un respiro, el Parlamento británico llevaba al borde del precipicio a Theresa May y su acuerdo europeo para el Brexit. En paralelo, las nuevas andanzas de Villarejo, la clausura del gaztetxe Maravillas, la violencia machista asesinaba a más mujeres, Errejón metía el rejonazo a Podemos en Madrid, cerraba para siempre La Naval, seguían sin rescatar del pozo al niño Julen, los equipos vascos iban remontando y la Tamborrada estaba al caer. Demasiados eventos como para eclipsar el éxito de la mani de Bilbo y, una vez más, pasa a segundo lugar la angustiosa situación de los presos vascos.
Pero la desmemoria no es el principal obstáculo para acabar con ese atropello a los derechos humanos. La amarga experiencia obliga al escepticismo cuando se escucha al ministro del Interior, Fernando Grande Marlaska, decir que han cambiado los tiempos y que debe cambiarse la política antiterrorista por la política penitenciaria. Palabras, solo palabras, porque para ese cambio sería preciso abandonar la mirada electoral. Y está comprobado que quienes podrían cambiar esa política de venganza contra los presos jamás lo van a hacer por temor a perder votos. Ni acercamiento, ni beneficios penitenciarios legales, ni cumplimiento de la propia ley. Una demoledora constatación que amenaza cualquier asomo de esperanza.
Un año más, a solo ocho días del impacto estremecedor que pudiera esperarse tras la marcha de decenas de miles de vascos, nada ha variado en el desgaste de centenares de presos sin perspectiva. Todo va a quedar en el orgullo político de sacar a la calle a tanta gente, en la buena voluntad de los convocantes y en la perseverancia de los familiares.