Andalucía decidirá mañana la suerte política de una España tan inestable que cada día se inventa una fecha para adelantar sus elecciones. Bajo los interminables aguaceros de la corrupción que acribillan ahora la honradez de Josep Borrell y llenan de desasosiego al seguro candidato perdedor de las autonómicas andaluzas en el desenlace de su atragantada campaña, los incansables mentideros madrileños especulan esta semana con urnas generales para marzo de 2019. Hace cuatro días, la manivela imparable del rumor infundado hinchó el globo del superdomingo 26-M. Curiosamente, nadie se ruboriza por decir una cosa y la contraria. Incluso, hay quien tiene argumentos cada vez que cambia de opinión.

La debilidad de un Gobierno socialista abocado inexorablemente al recurso nada didáctico del real-decreto propicia esta catarata de rumores entre redes sociales y tertulianos ávidos de agitación. Todo sea, y lo es de verdad, por ir ganando hojas al calendario de la resistencia. Le acaba de ocurrir con el aplazamiento de la trasgresora ley de Cambio Climático, llamada a convertirse en el flujo de las esencias de una izquierda históricamente comprometida con una nueva política energética y el aldabonazo aleccionador para la concienciación social y económica, que sin duda va a ensayar en el controvertido plan Madrid Central. Estas flaquezas en asuntos de hondo calado ideológico empiezan a molestar en Unidos Podemos. En medio de tantas rebeliones internas que no auguran tiempos de paz, Pablo Iglesias se afana para quitarse sin mucho éxito de momento el incómodo yugo de socio preferente por unos Presupuestos que siguen durmiendo su sueño imposible.

Pero a Pedro Sánchez -otra vez de viaje- no le importa este constante ruido de patio de colegio, tantas veces interesado, y además relativiza cuando no desprecia toda opinión crítica. En el espejo de su estrategia solo se ocupa del impacto de sus golpes de efecto y ahí se ve poderoso, guerrero ante la adversidad. Por eso, tras el efecto internacional de la Copa Libertadores en un Bernabéu sin obras para una final, lo fía todo a dos escenarios inmediatos de supina trascendencia entre tanta hojarasca. De un lado, que se visualice claramente cómo la derecha de verbo incendiario al que tanto contribuye la sombra de Vox queda desterrada de toda opción de poder en Andalucía y, de paso, que sus líderes sufran el consiguiente desgaste al hincar la rodilla; de otro, que en el expectante pleno del Congreso del 12 de diciembre prenda su intencionado mensaje de distensión reparadora hacia el soberanismo catalán. Mientras tanto, que siga la ruleta de las quinielas sobre la duración de su mandato y los sapos tan vomitivos como las acciones vendidas con información privilegiada por su ministro de Asuntos Exteriores. La más que previsible victoria socialista de mañana diluirá semejantes vergüenzas porque desviará la atención mediática y el análisis de la elucubración hacia el devenir de los perdedores. Será imposible que Pablo Casado consiga sacudirse la presión que le acarreará internamente la enésima derrota en un feudo imposible para ese discurso sin apego que suena hueco. Tampoco le será fácil a Albert Rivera metabolizar una victoria en la lejanía del doctor Sánchez. Es posible que ni siquiera la imaginación desbordante de Iván Redondo pudiera haber llegado a pensar que un día dos animales políticos tan dispares y enfrentados como su actual cliente y Susana Díaz fueran vasos comunicantes.

Por lo tanto, las elecciones andaluzas no traerán la tregua, avivarán la confrontación que parece haber venido para quedarse entre tanto discurso mediocre. Ni siquiera habrá armisticio ahora que llegan los 40 años de la Constitución, o precisamente por eso reverdece con más fuerza el sentimiento, mayoritario desde hace mucho tiempo, de actualizar por desfasado -más allá del aforamiento- tan crucial marco legal.

No obstante, algunos diputados empiezan a avergonzarse del sonrojante espectáculo parlamentario al que se asiste sin recato para muchos. Hasta levantan la voz para implorar que la sensatez se abra paso entre tanta villanía, insulto y bufonería. Ocurría esta misma semana en la comisión de control de RTVE, posiblemente el escenario más dantesco que escupe con mayor realismo la agresividad incontenible que se ha desatado desde el cambio de gobierno. Fue un espejismo. El ruido de sables en torno a la nueva comparecencia de Rosa María Mateo, administradora única provisional de este ente público tan goloso para todo gobierno, fue desolador y sin un solo acuerdo. Así van pasando los días.