Las imágenes de la gratuita, innecesaria y lamentable violencia ejercida sobre la ciudadanía catalana hace ahora un año siguen despertando sensaciones y valoraciones de impotencia, de enfado, de tensión, de desproporción, de abuso, de exceso, de injusticia, de malestar. Una batalla dialéctica la pierde quien ejerce la violencia física. Mostrar solidaridad y empatía con Cataluña no tiene por qué suponer la aceptación acrítica de los postulados políticos que defienden unos y otros. La solución ha de pasar por la consulta pactada a la ciudadanía como la forma de resolver democráticamente un problema político.
Puigdemont, que aporta carisma pero que no lidera realmente el proceso, deberá algún día explicar al pueblo catalán el por qué de sus constantes vaivenes, indecisiones y contradicciones en todo el proceso hasta el 27 de octubre y la deriva posterior, aunque ninguna de ellas, ninguna, justifique ni permita fundamentar la persecución penal seguida contra él y contra el resto de procesados y procesadas.
Todo movimiento del Gobierno Sánchez (y su propio mantenimiento en el poder) es un paso en la buena dirección. Antes era “de los nuestros” (en la orientación tribal seguida por el PP y C’s), cuando cerró filas en apoyo a Rajoy y ahora se le demoniza por intentar abrir algún resquicio a favor del diálogo. Lo saben (y lo tratan de bloquear bajo histriónicos argumentos patrióticos) tanto los dirigentes del PP como los de C’s. La distensión es el gran enemigo de la derecha. El intento de rebajar la tensión necesita de gestos recíprocos. Y en la otra orilla, cabe preguntarse en qué posición están ahora el expresident Puigdemont y el president Quim Torra.
Hay una dinámica clara, prueba de que los extremos se acercan: aunque suene políticamente incorrecto, la ecuación es exacta, y se traduce en que a más ERC frente a Waterloo (término que engloba la posición política frentista que representa la huida hacia adelante de Puigdemont, convertido en guardián del patriotismo de las demás fuerzas soberanistas, incluyendo a quienes sufren injusta prisión y no pueden, además, tener el mismo protagonismo al no poder ejercer acción política a pie de calle), menos pujanza política de Ciudadanos y de PP. Y a más Waterloo, más fortaleza y protagonismo adquieren Ciudadanos y PP.
Puigdemont juega a tensar la cuerda, elimina sin rubor alguno uno tras otro a todo compañero de viaje que a su juicio “flojee” en su estrategia de escalada de tensión y exige a Sánchez un acuerdo sobre unas bases que sabe son inmaterializables, pero lo emplea como herramienta para lograr obtener ventaja política en perjuicio de ERC. Lo que subyace es el interés de Puigdemont por ser hegemónico en el campo soberanista, consciente (pero parece darle igual) de que ello plantea un serio problema de división entre los propios catalanes, de legalidad y de confrontación con el Estado.
Quizás alguien esté pensando en que un escenario posible (y deseable) es una Euskadi catalanizada, pensando que para el Estado español las cosas se pueden complicar muchísimo (en beneficio de quien así piensa) si en vez de un problema tienen dos. Se equivoca, claro, pero es lo que pasa cuando se alimenta la idea de que el paraíso está, efectivamente, a la vuelta de la esquina y no hay otros problemas que resolver. Si algo caracteriza a los complejos problemas de nuestro tiempo es que no hay soluciones perfectas. Por ello debe implantarse una hasta ahora ausente política anclada en el diálogo. Negociar y llegar a acuerdos es algo tan tangible como valioso. Sentarse a negociar supone dialogar, conlleva el reconocimiento del otro, implica tratar de comprender sus argumentos, supone confrontar los intereses en presencia.
Esto vale especialmente para una sociedad como la catalana, que se caracteriza por una fuerte personalidad y, al mismo tiempo, por un intenso pluralismo interno en cuanto a sensibilidades políticas, territorialidad e identificaciones. El respeto a la voluntad de la ciudadanía podría convertirse en una fórmula útil para orientar las decisiones políticas que necesita Cataluña. Si verdaderamente se lograra un gran apoyo social a la reivindicación de independencia, si eso es lo que realmente deseara una gran mayoría social clara, no habrá norma jurídica que impida la materialización o conclusión fáctica del proceso de independencia. Aquí radica el verdadero reto, en lograr ese gran apoyo social que consolide el proyecto independentista.