Pablo Casado tiene baraka. En menos de dos meses ha conquistado el poder del PP en contra del orden establecido, ha segado toda la maleza interna que le inquietaba a su alrededor, ha abrazado gustoso a su ídolo protector en medio del jolgorio de sus bases unionistas y se acaba de quitar, en medio de la sorpresa, la insoportable cruz del máster. Más aún, para mayor deleite personal ha visto cómo una serpiente venenosa acecha la credibilidad de su enemigo mediante la vigilancia judicial sobre el título universitario de la exministra Montón. Todo un vuelco en el lacerante caso de los másteres que compromete sobremanera al presidente Sánchez, incapaz de despejar para siempre la débil pero molesta sombra de plagio sobre su tesis doctoral. Más gasolina para este incendio de la incesante guerra partidista, azuzada por un componente ideológico más acendrado por momentos y que se lleva por delante la razón, el diálogo entre diferentes y, muy posiblemente, la estabilidad.
Son tiempos de zozobra. Había comenzado esta semana con la liquidación expresa de los temores marianoacomplejines que provocaron durante años el goteo desertor en el PP de tantos aguerridos militantes ante la cascada interminable de las denuncias por la corrupción amparada desde Génova. Se abría paso por tanto la insolente testosterona aznarista. Para un partido acechado -sigue desnortado- llegaba por fin el necesario oxígeno mediante el implacable discurso frentista, chulesco y desgarrador que la nueva dirección del partido quería escuchar, adornado para la ocasión de la chulería tan ramplona e impropia de un expresidente de gobierno. Aznar, en estado puro, escupía con su arrogancia innata la bilis tanto tiempo acumulada contra la ruptura de España, los nacionalismos, el populismo y hasta las sentencias condenatorias de la corrupción de PP. Casado escuchaba complacido. Comenzaba así el esperado regreso exultante del padre a su casa. En cambio, es muy posible que Albert Rivera y Santiago Abascal se enrabietaran al verlo.
Enfrente, Sánchez volvía al escenario de los gestos que acostumbra con maestría precisamente para celebrar sus tormentosos primeros 100 días de gobierno ante una clá que siempre adula al poder. Lo hizo como sabe, sacando el último conejo de la chistera para garantizarse el minutaje de las tertulias y los titulares mediáticos. Se acogió esta vez intencionado anuncio del aforamiento en la búsqueda desesperada por imposible de Casado. Ni siquiera le importó abrir por el camino el melón de la reforma constitucional precisamente cuando el incendio catalán sigue cada vez más incandescente por la incapacidad para delimitar siquiera el punto de partida del desbloqueo real, no el de las comisiones bilaterales que asoman como fuegos de artificio.
En el fondo, al poner frente al espejo el aforamiento como factor de higiene democrática, Sánchez no podía refrenar una lógica intención de aguar de una vez la atención insufrible sobre el grado de plagio -que lo hay- en su tesis de tan baja calidad académica. Intento fallido. Apenas unos días después, la fiscalía del Supremo deja limpio de sospechas al líder popular y asesta así un golpe a la línea de flotación de ese tipo de aforamiento que los socialistas pretendían blindando al rey por si acaso. Peor aún, hasta Pablo Iglesias pide explicaciones a Sánchez sobre las últimas irregularidades que las gargantas profundas vuelven a escupir.
Son tiempos de guerra.
No hay, por tanto, espacio para la compasión. Así lo entendieron los sabuesos asesores del PSOE en el Congreso cuando desarbolaron la tendenciosa intención del PP de bloquear por revancha la viabilidad de los Presupuestos de Sánchez. La triquiñuela se ha quedado clavada como una dolorosa espina en la sala de mandos de los dos partidos de la derecha. Habrá revancha porque ya no son tiempos de diálogo sino de puñaladas. Ya da igual considerar a las instituciones moneda de uso corriente. Para unos, el Consejo de Estado sirve para la ocasión. Para otros, el Constitucional siempre está ahí en momentos de apuro. La razón de Estado se difumina salvo para abordar la asignatura pendiente de la cuestión territorial que sigue quemando en las manos de los partidos mayoritarios, incapaces de acercarse a la cruda realidad. En esencia, la desconfianza ha propiciado irremediablemente dos bloques cada vez más ideologizados y enquistados. Y así, al menos, otros trece meses.