La libertad de expresión es un derecho fundamental que cumple además una función social esencial en democracia, porque una opinión pública diversa y plural representa la antítesis de la “verdad oficial” y garantiza una ciudadanía con criterio. Ya en 1959 Stuart Mill expresó planteamientos válidos y extrapolables a debates actuales, al señalar que toda libertad es absoluta mientras no perjudique a otras libertades y derechos o que hay que proteger la discrepancia consciente del parecer mayoritario y lograr así un tratamiento no dogmático de la verdad.

El recordado Umberto Eco afirmó que la piedra de toque de una verdadera democracia pasa por no conculcar el derecho a la divergencia. En democracia las ideas adversas se han de poder discutir y en su caso combatir dialécticamente. Hoy día, y con demasiada frecuencia, pasamos directamente a condenarlas incluso por vía penal.

Las limitaciones a la libertad de expresión han de ser la excepción y deben ser interpretadas de forma restrictiva. ¿De qué forma? el uso de la libertad de expresión no puede ir en contra de los propios valores democráticos: nunca puede, por ejemplo, ser utilizada para justificar el uso de la violencia.

Existe la percepción social de un claro retroceso en el ejercicio de los derechos que amparan la libertad de opinión y de expresión, que son a su vez proyección directa de la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión, plasmados ambos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos que este año ha cumplido su 70 aniversario, así como en la Carta de Derechos fundamentales de la UE y en la propia Constitución. Pese a tratarse de Derechos claves o fundamentales en la vida social en democracia, porque sin libertad ideológica no hay verdadera democracia, cabe afirmar que en el ordenamiento español y en la práctica de los tribunales se aprecia esa cierta tendencia restrictiva.

La catedrática y jurista miembro del Tribunal Constitucional, Encarnación Roca, ha puesto de manifiesto las exigencias que debe imponer una democracia avanzada para fijar el límite establecido constitucionalmente en relación con el ejercicio del derecho a la libertad ideológica y a la expresión de la misma -es decir, el del orden público-, y considera que debe primar la defensa de tal libertad de expresión.

Frente a lo que con frecuencia se afirma, no todas las ideas son respetables o defendibles. Este tópico dialéctico no se sostiene en una vida en democracia; pero una cosa es no respetar unas ideas y otra penalizar las mismas y su propia expresión, penalización que debe graduarse en atención a su gravedad y a la eventual afección de las mismas a principios y valores troncales para la convivencia en sociedad.

La reciente polémica surgida en relación al actor Willy Toledo ofrece otro ejemplo para la reflexión: cada persona valoraremos sus excesos dialécticos, como cuando expresó que “yo me cago en Dios. Y me sobra mierda para cagarme en el dogma de la santidad y virginidad de la Virgen María”; es un ejemplo provocador de mala educación, un exabrupto gratuito y de mal gusto; pero un Estado democrático y aconfesional no debería admitir, como por desgracia ocurre en el Estado español, que el Código Penal castigue ofensas a sentimientos religiosos.

Cabe, por supuesto, no compartir esas ofensas, juzgarlas de mal gusto o calificarlas como incívicas. De acuerdo. Pero las normas punitivas únicamente han de proteger derechos de las personas y no estados de ánimo. Solo desde visiones desfasadas, confesionales y autoritarias se pueden convertir los pecados en delito.

Una vez más se confunde con demasiada frecuencia los conceptos: una cosa es castigar penalmente a quien impida ejercer la libertad religiosa (por ejemplo, por amenazar a un creyente o coaccionarlo para que no acuda a su templo); pero ofender sentimientos religiosos no impide el ejercicio de esa libertad religiosa . No se deben castigar penalmente las ofensas a la libertad ideológica.

Ofenderse es un estado de ánimo. Si admitiéramos sin debate la penalización de esas ofensas cabría recordar que también hay muchas personas que pueden sentirse ofendidas en sus principios y en sus valores laicos cuando un sacerdote defiende una postura homófoba o cuando abiertamente defiende discriminar a las mujeres, en abierta contradicción con los propios valores constitucionales. Y no por eso procede castigar penalmente al obispo. El reproche social a su ideología y a su expresión ha de asentarse en otro ámbito diferente del penal, si es que verdaderamente creemos en los valores democráticos.