Agosto es un mes de expectativas. Las riega Pedro Sánchez desde bambalinas, sin asomarse, pero con efecto multiplicador asegurado. El presidente del Gobierno se siente solvente en su firme propósito de agradar a quienes le dieron la confianza y no se recata en sus gestos, consciente de que a la vuelta de la esquina le aguarda una catarata de exigencias para comprobar su solidez. Para ello se ha dotado del manual del paso adelante sabedor de que siempre le quedará tiempo para rectificar. Lo hizo con los migrantes del Aquarius para abrir con voz propia un debate demasiado incómodo entre los países europeos y así se colocó en el mapa político de la UE más allá del fin de semana de asueto con Merkel. Unos días después, en cambio, no le ha temblado en pulso un segundo en devolver a Marruecos por la vía del espíritu Corcuera a 161 subsaharianos que ahora tiemblan por su suerte después de su violenta entrada fronteriza. Ahora bien, son gestos nada comparables con la insólita decisión de exhumar de una vez los restos de Franco. Se asiste al acuerdo de alcance político suficiente para marcar por sí mismo toda una legislatura, posiblemente la caricatura de un mandato. En una evidencia más de su inequívoco carácter intrépido, ha tenido que llegar un presidente con apenas 84 diputados para arrancar el hito más significado de la auténtica Memoria Histórica, esa apuesta por la restauración que sigue aparcada en las cunetas. Sánchez valida la auténtica esencia democrática de un país al deshacerse de su pasado más injusto y desgarrador. Ni siquiera Felipe González ni por supuesto José María Aznar y Mariano Rajoy apoyados todos ellos en sus respectivas mayorías absolutas fueron capaces de encarar semejante riesgo. Rodríguez Zapatero también es cierto que se fijó en el futuro del Valle de los Caídos pero le entró mal de altura.

Este punto de partida de ayer en el Consejo de Ministros -la vía judicial podría entorpecer la exhumación- conforta de tal modo al presidente socialista que quizá le valga para justificar ante un amplio espectro sociológico la llegada al poder en medio de un campo de minas. Al hacerlo, además, el presidente mete el agua en casa de la derecha porque ensancha el alejamiento ideológico entre las dos orillas, que vuelven a existir con más trazo grueso que nunca. Es cierto que después de 43 años se ha tenido que recurrir a un decreto-ley para acabar con una losa tan vergonzante como incómoda de resolver, pero la magnitud del fin justifica el recoveco del medio empleado. A semejante resquicio recurrirán Pablo Casado y Albert Rivera cuando se opongan a la entrega de los restos de un dictado a su familia. En ese momento, la nueva mayoría parlamentaria estrechará sus lazos.

Franco vuelve para quedarse durante varios meses. Tampoco le importa a Sánchez porque le seguirá dando réditos en el escaparate democrático. Todo apoyo le hará falta, no obstante, para soportar la avalancha que se le avecina. El principal martirio radica en Catalunya como le ha quedado claro durante el mitin-homenaje del independentismo aprovechando el recuerdo a las víctimas del yihadismo. La principal incógnita, no obstante, estriba en conocer la intensidad del tsunami. Pero Sánchez no se arruga porque se entrega con facilidad. Apenas unas horas después de que Quim Torra apelara a luchar contra el Estado español, en La Moncloa miraron para otro lado y anunciaron rápidamente la fecha de la comisión bilateral para seguir aplacando los decibelios de la equidistancia. Poco después, decidieron abandonar a su suerte del juez Llarena en los tribunales de Bélgica para demostrar al centro de operaciones de Waterloo que hay voluntad para la distensión. Incluso, tampoco pasa desapercibida la frialdad del ministro Grande-Marlaska con la guerra del lazo amarillo. Ciudadanos debe bramar al recordar aquellas conversaciones sobre terrorismo y unidad de la patria que su troika mantenían con este juez a quien nadie imaginaba entonces que un día no muy lejano aceptara como viable el final de la dispersión.

A la espera de los efectos colaterales de la Diada como inicio de la traca que seguirá hasta octubre, Sánchez sigue sembrando ilusiones. Ese acercamiento con el ausente Pablo Iglesias para regatear el bloqueo del PP en el Senado en materia del déficit es algo más que un brindis al sol, que lo es. El presidente sabe que Europa no le va a permitir más holguras en el gasto público porque ha rebasado el vaso. Unidos Podemos también lo sabe, pero le importa mucho más el eco de la fotografía que alumbra un principio de entendimiento sobre raíces progresistas. Los barones del felipismo se ponen de los nervios. Como muchos reservistas con la exhumación de Franco.