Bajo el tórrido verano político de la inmigración, los interminables vaivenes del post-procès y la caída y reencarnación del PP, llega el primer CIS socialista para signi?car que Pedro Duque es el ministro mejor valorado del Gobierno Sánchez. Toda interpretación es válida por osada que parezca. Ante semejante diagnóstico cabe concluir, no obstante, que los populismos parecen etéreos, que el debate territorial quedaría para los tertulianos y quienes han hecho de esta bandera su latido vital, y que las desgracias ajenas -léase moción de censura- siempre acaban por castigar a los perdedores. Pero este sondeo será recordado porque detecta un auténtico sorpasso, inimaginable hace apenas tres meses y que trans?gura la voluntad electoral. El PSOE rentabiliza de tal modo su disruptiva llegada al poder sin pasar por las urnas que descalabra al PP al endosarle una ventaja de nueve puntos en intención de voto, pincha el globo eufórico de Ciudadanos y desmoraliza a Unidos Podemos. Un aldabonazo que acelerará el revanchismo político desde la derecha, azuzará la presión ideológica del resto de la izquierda y con?rmará, una vez más, la teoría de que el desgaste siempre recae en la oposición como bien advertía Giulio Andreotti. Así las cosas, ante semejante expectativa nadie piensa en La Moncloa en un adelanto electoral, convencidos de que con la máquina de poder y el BOE en sus manos todavía todo irá a mejor. Han bastado simples escenas de diálogo donde antes había témpanos de hielo, gestos de cambio en medio de arenas movedizas, hasta derrotas propias de su debilidad parlamentaria para que una legión de escépticos y desencantados que habían aborrecido masivamente aquel contaminado aire socialista se vuelvan ahora más comprensivos en sus exigencias y hasta ilusionados. Por todo ello, más allá del presumible desgaste que se intuye a partir de septiembre desde Catalunya, empezando por una Diada que se antoja ensordecedora en su clamor reivindicativo y el posterior aniversario del desgraciado 1-O, quizá Susana Díaz se sube a la ola convocando en otoño nuevos comicios para evidenciar así que el estado de gracia socialista es una realidad. La envergadura de la sacudida del CIS más allá de la lógica polémica sobre su director saca, de entrada, los colores a otras encuestas privadas -¡ay, esas muestras de mil opiniones para re?ejar cada domingo la supuesta voluntad de 40 millones de personas en 17 comunidades autonómicas!- que habían dibujado un país bien distinta hace un puñado de semanas. De repente, España despierta inopinadamente de izquierdas con una signi?cativa ventaja de 5 puntos sobre la orilla de enfrente cuando parecía condenada a la suerte política de la austeridad y al liberalismo por las drásticas consecuencias de la crisis económica. Albert Rivera, principal damni?cado, está legitimado para pedir daños y perjuicios a quienes in?aron sus expectativas sin desmayo. Esos grupos económicos y mediáticos que siempre imaginaron la sucesión ideal de Mariano Rajoy sin traumas entre las opciones obvias de la derecha -¿quién se acuerda ya de Soraya Sáenz de Santamaría?- rumian ahora su inesperado fracaso, parapetados frente a una nueva realidad, gobierna la izquierda, que detestan ideológicamente y a la que temen por su previsible a?anzamiento más allá de 2020. Situados frente al espejo, los gurús de la derecha psicoanalizan a sus alternativas tan bisoñas y lo hacen contrariados porque los manteles de sus maquinaciones se han mostrado demasiado alejados de la calle. Sánchez disfruta de semejante diagnóstico tan favorable sin apenas rasguños. Cuando escucha los berrinches de los enemigos le bastará con pensar que “ladran, luego cabalgamos”. Como si se tratara de un prestidigitador político, el líder socialista ha dinamitado desde su idealismo impertérrito una realidad que parecía preñada de un inmovilismo ilimitado y que, en cambio, se evaporó por tanto hedor de corrupción. Casado bien lo sabe. En paralelo al fantasma del máster que le acosa cada vez más cerca, se ha refugiado para sacar a ?ote a su partido en una oposición implacable con ribetes sostenidos por la ley y el unionismo, donde navega muy cómodo. La imaginaria conquista de un mínimo punto de partida entre PSOE y PP sobre los manidos asuntos de Estado supone una quimera como ya se ha visto. La derecha sabe que su nicho electoral agradece siempre la mano dura y por eso no cejará en el intento. Vienen tiempos de tremendismo.