Más allá del pulso escénico de Quim Torra al rey, rectificación incluida, y de los comprensibles pitos al himno español, en Catalunya esperan ansiosos que comience de una vez la distensión. Por encima del injusto marcaje político que las víctimas del terrorismo advierten al ministro Marlaska que siempre les atendió, la política penitenciaria va a cambiar inexorablemente y, si es posible, en voz baja. Bajo los silbidos del fuego amigo, conmocionados al límite por la retirada preventiva de Feijóo en su empeño de recuperar cuando antes el poder perdido en un abrir y cerrar de ojos, el PP se asoma al abismo de lo desconocido con unas primarias que le son extrañas. Y desde la atalaya, Pedro Sánchez garabateando su perfil europeo desde el impulso europeo que le ha supuesto azuzar con el Aquarius el adormecido por ingrato debate sobre el compromiso humanitario con los refugiados. Un escenario inimaginable hace apenas un mes y que por la magnitud de su alcance obliga a resituar ya todas las estrategias posibles dentro y fuera del Congreso porque, desde luego, nadie se puede considerar extraño ante tamaña revolución.
El independentismo catalán quiere salir del atolladero que les atormenta. Su círculo intelectual asume contricto que el proyecto sigue encallado y que nadie en Moncloa ni en Zarzuela concede un trato preferente a sus reivindicaciones. Ni siquiera las consultas de vasallaje en Hamburgo con Carles Puigdemont convulsionan ya como antes las redes sociales ni por supuesto alteran las tertulias. Lógicamente, siempre quedará ese lógico subidón de adrenalina al pitar a la Corona en los Juegos del Mediterráneo o cerrándole la puerta en Girona, pero la guerra de verdad está en otro campo de batalla. Ahí es cuando Artur Mas decide emprender un selectivo peregrinaje por Madrid para apelar a la necesaria distensión como antesala de una solución que ahora mismo es inimaginable por imposible.
El expresident quiere, de momento, que Sánchez advierta la gran oportunidad que se le presenta para desatascar el auténtico problema institucional que condiciona hasta la desesperación cualquier acción política y de gobierno que se precia ahora y en los próximos meses. Sánchez lo sabe, pero su futuro electoral no pasa por Catalunya ni tampoco la duración de su mandato. Unos y otros asumen desconsolados que el dique judicial del discutido Llarena resulta insalvable, al margen del guiño que suponga el acercamiento o, incluso, hasta la puesta en libertad provisional de los procesados. Y ahí el PSOE -vaya Sánchez, Calvo, Ábalos y Lastra- sabe que debe andar con pies de plomo porque le están esperando con la escopeta cargada dentro y fuera de su partido.
Ante esta coyuntura, asistido de una eficaz política de guiños que nadie duda, el presidente del Gobierno no se quemará con actuaciones que hieran la sensibilidad ciudadana. Catalunya lo es y de ahí que el gesto más posibilista será una oferta prolongada en el tiempo, nunca a corto plazo. Sánchez podrá hablar mucho tiempo con Torra de plurinacionalidad y así le agradará el oído, pero siempre lo condicionará a una reforma constitucional que, a su vez, requerirá de un calendario tal vez demasiado insuficiente para contentar la premura que acecha a los soberanistas. Pero no se romperá la cuerda de la relación. Nunca debe olvidarse que los independentistas identifican el actual gobierno en Madrid como la única vía posibilista para alentar sus expectativas y de ahí que no romperán amarras en bastante tiempo. El temblor que les supone imaginarse en el poder una alianza -cada vez más factible- entre los dos partidos de la derecha justifica su comprensión hacia la continuidad de Sánchez.
Desde Euskadi, la lectura a futuro es muy similar aunque Sánchez sabe que el contexto le resulta mucho menos agreste y los riesgos, menores. De hecho, empieza a asumirse sin alarmismo desbocado la viabilidad de que una actuación coordinada y sin estridencias propicie el acercamiento individualizado de varios presos de ETA en un contexto de adaptación humanitaria del primer grado aplicando la ley ya sin ópticas terroristas. Es difícil imaginarse que Marlaska pueda ser acusado de traidor en la consecución de un empeño de reinserción al que deberían acudir sin ataduras externas los presos de ETA y las víctimas del terrorismo.
La traición, en cambio, se antoja tentadora en el camino de las primarias del PP. En un mano a mano entre Soraya Sáenz de Santamaría y Dolores de Cospedal la decisión está en manos de quien apueste por su futuro personal, mucho más que por la viabilidad del partido. Es la oportunidad para que muchos se resitúen porque el voto es secreto.