“Ya está subiendo el Ibex”. En medio de una euforia bastante contenida dentro de las tres sensibilidades que conviven todavía en el grupo parlamentario socialista en el Congreso, apenas dos minutos después de consumarse el sorprendente éxito de la moción de censura una aguerrida diputada sanchista de aluvión aguaba con tan expresivo grito el apocalíptico presagio unionista de que con Pedro Sánchez viene el caos y se romperá España. Frente a editoriales descorazonadores, presagios temerosos y tarros de incógnitas, el nuevo PSOE necesita reivindicarse justo ahora que se encuentra sin quererlo con el poder del BOE. El futuro presidente del Gobierno sabe que casi nadie da un euro por su solvencia a medio plazo, incluso hasta en muchos rincones nobles de su propia casa contienen el aliento. Pero Sánchez, acerado y pragmático por camaleónico, acreditado resistente con solvencia frente a las tempestades, acostumbrado a desafiar a la lógica -sin urnas ni acta de diputado llega a la Moncloa, se dispone con frialdad a dar el bocado más decisivo de un último año que le está resultando exultante.
Enfrente, el diluvio. Va a encontrarse el látigo de un PP que se agrieta desnortado y desmoralizado para encarar una travesía sin líder para el futuro y que es la herencia lógica de un largo período de autoritarismo. En el mismo espacio, Albert Rivera rumiará durante varias semanas el fracaso de su auténtica estratégica demoscópica. En el medio del polvorín, Pablo Iglesias transformando en exigencia permanente de medidas regeneradoras las gotas de envidia que le provocan contemplar cómo aquel a quien tanto ninguneó ha acabado por asaltar los cielos mucho antes que él.
Un panorama, por tanto, nada alentador que se verá convulsionado por esa legión que conformaron hace once años una causa común en la confianza de ser indestructibles incluso desde la impunidad y que sienten ahora el desconsuelo de la soledad aunque a punto de transitar hacia Ciudadanos. En el empeño que llega, a Sánchez le asaltarán las urgencias y de manera especial las sociales para dejar huella. A buen seguro que las aplacará con gestos tan propios de su manual, con esos guiños expresivos que inducen pero no comprometen demasiado aunque rocen la contradicción. Es la oportunidad propicia para devolver la credibilidad perdida a los medios públicos y empezar el desbroce de la regeneración democrática. Eso sí, lo hará midiendo cada paso porque le asiste la desagradable experiencia de haber besado la lona por culpa del idealismo. Propio en él, pulsará a cada momento el eco de las reacciones para controlar los más que previsibles conatos de rebelión que asomarán sobre todo por la epidermis de la cuestión territorial.
Y deberá estar pendiente también de los suyos para sobreponerse a las incongruencias, para demostrar que mantiene la unidad de España al tiempo que entrega una oferta de diálogo a Quim Torra, o que acepta la validación de los Presupuestos en los que nunca creyó y desoye la subida de las pensiones hasta 1.080 euros. Para protegerse del mal ya ha advertido que 12 millones de votos legitiman su investidura. Haría bien, sin embargo, en no engañarse confiando en que tal gracia es eterna, máxime cuando la auténtica razón de Estado ahora mismo se reduce a una lucha encarnizada entre las cuatro primeras formaciones ajenas a cualquier consenso que se procure en la búsqueda de una necesaria estabilidad económica e institucional.
“Frente al vértigo, el ejercicio de la responsabilidad”, recomendaba ayer mismo un curtido diputado socialista poco antes de ver cómo Sánchez se tropezaba levemente al procurar zafarse de la marabunta que siempre acompaña a los ganadores. Quizá sea el mejor antídoto para mitigar la angustia que provoca el desamparo de solo 84 diputados en una Cámara plagada de egoísmos partidarios, discursos desquiciados y ventiladores de miserias como ocurrió en el debate del pasado jueves. Al menos, Mariano Rajoy recuperó en el último minuto previo a su derrota el fair play que le faltó durante las ocho horas de imperdonable desprecio democrático que prefirió dedicar a diluir sus penas, sus culpas y su rabieta delante de un solomillo gallego y una botella de whisky. Queda para muchos la tranquilidad de que seguirá siendo un español pero, en cambio, deja a los suyos con el corazón en un puño porque se asoman al precipicio envueltos en las típicas guerras intestinas por un poder al que les puede alejar durante mucho tiempo una apestosa caja b.